Opinión
Nobel
El premio Nobel de Literatura era un sueño para los niños que, antaño, fantaseábamos con ser escritores. No parecía haber entre los aspirantes a literatos una distinción más alta, un galardón más glorioso, una satisfacción más sublime... Pero en estos tiempos, en los que no va a quedar un mito en pie, nada decente a la vista, ni una referencia moral limpia y decorosa a la que aferrarse mientras atravesamos el proceloso nuevo siglo..., también las cortinas del premio Nobel se han descorrido dejando ver incontables miserias tras el que parecía un reluciente e impoluto escenario de fama y prestigio internacional. A veces pensamos, con una adánica e ignorante soberbia, que nosotros lo hemos inventado todo, incluso la corrupción.
Nos fustigamos con la leyenda negra española y atribuimos a otros países virtudes nacionales que echamos de menos en el nuestro. Pero no. Ay. (¡Ay!). Resulta que en todos sitios prospera la podredumbre. Porque el poder se macera en su propio imperio, se nutre del humus de sus prerrogativas sin límites ni freno. E incluso una institución centenaria de influencia y renombre, como el Premio Nobel, se pudiera hundir un día a causa de la (supuesta) satiriasis de un pequeño déspota atrabiliario que no hubiese aprendido a ser civilizado y a abrocharse la mente y la bragueta. Resultará difícil seguir considerando al Premio Nobel de Literatura el no va más del loor literario después de enterarnos de que Jean-Claude Arnault, uno de sus muñidores más influyentes, (supuestamente) es un rijoso, incluso un violador, que lleva décadas maniobrando, no solo en el premio, sino hasta llegar a toquetear el real culo de la princesa Victoria de Suecia.
Algunos manoseadores del poder, acostumbrados a tentarlo todo, a veces dan un paso más y se convierten en sobones de traseros femeninos. Sienten predilección por las jóvenes, porque una mujer joven representa para ellos un objeto de debilidad y sumisión «natural». Están tan seguros de su poder que no se cohíben ni siquiera a la hora de palpar en plan salido las posaderas de una heredera nórdica, mientras sus horribles esposas miran de manera cómplice y cautelosa hacia otro lado, en vez de vomitar allí mismo y luego pegarles a sus sátiros cónyuges una discreta patada que les reconfigure más o menos el escroto.
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