Opinión
El alférez invasor
Escribo con un profundo complejo de inferioridad. Según Torra soy, como el resto de los españoles, una bestia carroñera, una víbora, y una hiena con una tara en el ADN. Esto lo dijo momentos después de hacerse la foto familiar que ha dado la vuelta al mundo. En el nuevo presidente de la Generalidad de Cataluña – que no ocupará el despacho del delincuente cagueta refugiado en Alemania–, se advierte un componente bélico que facilita la comprensión de su odio. Es su intención proclamar la República de Cataluña y crear un Ejército propio para defenderse de España. Convendría a estas alturas de la peligrosa farsa recordar a quienes nos gobiernan el pensamiento de nuestro general y marino vasco Blas de Lezo Olavarrieta, el héroe de Cartagena de Indias. «Una nación no se pierde porque unos la ataquen, sino porque quienes la aman no la defienden». Esta sentencia habría que adaptarla a la actualidad. «Una nación no se pierde porque unos racistas la ataquen, sino porque quienes tienen que defenderla, no se atreven a hacerlo».
El problema de Torra es que su soñado ejército, lo primero que tendría que hacer es librar batalla contra el cincuenta por ciento de los catalanes, que permanecen leales a España. No tengo a los catalanes como grandes guerreros, ni aventureros, ni navegantes. Son más de mercaderías y riquezas personales que soldados. El soldado renuncia a la codicia y al enriquecimiento; y sirve por vocación de servicio. Torra jamás salvaría a un soldado enemigo herido, en tanto que el soldado se jugaría la vida por ayudar a su enemigo Torra. Esa es la diferencia.
Lo tengo contado y lo repito para refrescar memorias. Este texto podría haberse titulado «La Ciudad que se rindió a un alférez», pero tampoco hay que hurgar en las heridas de las pequeñas historias. La historia se hace con pequeñas historias que se unen y fortalecen la realidad; y pasan de ser anécdotas personales a ejemplos que marcan conductas y hechos. Y si lo escribo es por advertirle a Torra que está jugando con fuego. El 18 de julio de 1936 sorprendió en Barcelona a doña Carmen Barrachina. Doña Carmen estaba casada con un músico notable, aragonés como ella, don Ángel Mingote. Y tenía un hijo llamado Antonio Mingote Barrachina, que sería al cabo del tiempo uno de los genios del entresiglos XX y XXI de España. Los Barrachina eran de ascendencia carlista, y el abuelo de Antonio Mingote combatió en el Ejército de Don Carlos VII, bajo la boina roja de los legitimistas. Antonio combatió en la Guerra Civil en el bando nacional, y su unidad, ya en el ocaso de la guerra, se sumó a la toma de Barcelona. Acampadas las tropas en el Tibidabo, Antonio contemplaba desde lo alto la belleza entregada de la gran ciudad del Mediterráneo, y dibujaba en su cabeza la ubicación de la calle Muntaner, donde vivía su madre. Una mañana, solicitó permiso a su superior para dirigirse al coronel de su Regimiento. Y el joven requeté, lo obtuvo: –Mi Coronel, llevo tres años sin abrazar a mi madre, que vive en Barcelona. ¿Me autorizaría que fuera a verla?–. El coronel le miró como si Antonio hubiera enloquecido. –Pero, Mingote, ¿cómo va a tomar usted sólo Barcelona? Se expondría a muchos peligros–. Al fin, y liberándose de responsabilidades, el alférez Mingote fue autorizado a descender hacia Barcelona para abrazar a su madre. Le acompañó un soldadito, amigo del genio.
Llevaba Antonio en la boina su distintivo de alférez, la estrella de seis puntas. Nadie les opuso resistencia. Contaba Antonio que un señor, al verlo, salió corriendo Muntaner abajo al grito de «¡Ya han llegado, ya han llegado!». –No sé por qué corría tanto, porque no teníamos ninguna intención de perseguirlo–, remachaba Antonio con su divertida ironía. El portal estaba cerrado, pero a los golpes abrió la puerta la veterana portera de la casa. -–¡Antoñito! ¿qué haces aquí?–, he bajado a ver a mi madre–; –tu madre está en Sitges, por seguridad–. Y Antonio y el soldadito, frustrados, con la misma amabilidad y corrección que tomaron Barcelona, la abandonaron para reunirse con sus compañeros de armas. Pocos días más tarde, Barcelona fue tomada sin apenas resistencia por las tropas nacionales, con Antonio en vanguardia, y ya en la ciudad Condal, solicitó permiso a su coronel para marchar hasta Sitges. Lo hizo andando, por las sinuosas curvas del Garraf, y cuando le faltaban dos kilómetros para llegar, advirtió que venía hacia él una figura querida y con los brazos abiertos. Parece de película, pero no. Era su madre, que había tenido el pálpito, y no albergó duda alguna de que su hijo había vuelto.
Barcelona, la bellísima, la inmensa, la rica capital catalana, segunda ciudad de España, fue tomada por un alférez y un soldado. No se trata de incluir su derrota en la relación de ciudades y plazas heroicamente defendidas por los sitiados. De ahí, que mucho ponga en duda, la creación de ese Ejército supremacista catalán con el que sueña Torra. Sus antecedentes no son gloriosos, precisamente.
Torra, como catalán separatista, es de una raza superior. De eso no hay duda, y hay documentos gráficos familiares que lo demuestran. Pero las razas superiores, en ocasiones, se esconden cuando hay tiros. Y ningún español inferior a cualquier catalán desea tiros en su Patria.
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