Opinión

La «roca» de Pontevedra

Lo de nuestra política es realmente para hacérselo mirar. Ni uno solo de la media docena de presidentes de gobierno en nuestra actual etapa democrática puede decirse que se haya marchado por algo parecido a la puerta grande. Todos abandonaron la Moncloa tras algún proceso traumático y todos han pasado, cada uno a su manera a formar parte del elenco de jarrones chinos que decoran el salón de la política española, solo haciéndose notar cuando alguien se pregunta sobre la inutilidad de su presencia en tal o cual rincón o al tambalearse porque un roce puede hacerles añicos. Mariano Rajoy entrará a formar parte de la colección de jarrones, pero tal vez no sea pasado precisamente pasado mañana.

Antes sentará las bases para refundar su partido. Después llegará el poso del reconocimiento. A Adolfo Suárez no se tardó demasiado en reconocerle su condición de gran artífice de la Transición cuando ya había abandonado la política activa. A González le ocurriría otro tanto, golpeado por los escándalos de Filesa, Roldán y los GAL salía de la Moncloa sin haber asimilado completamente su condición de ex presidente. Ahora, como Aznar tras el trauma del «11-M» y la guerra de Irak son respetados gurús de nuestra política eso sí, con nula capacidad de influencia en sus partidos. Rodríguez Zapatero aún camina por su particular purgatorio. Rajoy ha estado seis años en el Gobierno de España, pero podría asegurar, sin ejercer de «marianólogo» pero conociéndole lo suficiente, que no será precisamente un jarrón molesto.

En momentos clave de su dilatada carrera política ha sufrido la fatal eventualidad de acabar pagando las «fiestas» de otros. En 2004 tuve oportunidad de recorrer junto a él lo largo y ancho del territorio del estado y hasta algún país lationamericano en una campaña electoral que empezó «rara», ausente de fuerza por la preponderancia de la gestión de Aznar frente a las propuestas programáticas del candidato gallego. Rajoy perdió esas elecciones por el castigo a la participación testimonial -que no activa- de España en una guerra de Irak cuyo compromiso en primera persona de Aznar fue determinante. «Por el mar corre la liebre, por el monte la sardina» le cantaban a un Rajoy demudado aquel domingo de 2004 en el colegio electoral. Se sobrepuso igual que a la siguiente derrota de 2008 y a los posteriores conciliábulos internos que pretendieron sin éxito apartarle del liderazgo.

Fue en ese punto de inflexión donde demostró eso que más han temido posteriormente sus enemigos, la inmisericorde capacidad para arrumbarles allá donde más duele, en el rincón del olvido. Aznar, Aguirre, Rato y un amplio elenco de díscolos a la verdad «mariana» pasaron a engrosar las filas de la irrelevancia por muy incontestables que fueran en el pasado. Rajoy en el congreso de Valencia se convertía en pilar del PP, pero era la aplastante victoria electoral de 2011 la que le brindó la condición de clave de bóveda de un partido dañado por la aluminosis y que veía en la figura del presidente, siempre renaciendo, siempre derrotando a sus enemigos por agotamiento la única garantía para no caer al abismo. Pero sobre todo ha sido la «roca», imperturbable e inamovible a la hora de desesperar al enemigo. La que contra viento y marea sacó a este país de pozo de la crisis económica y sencillamente aplicó la ley –ni más ni menos- ante el desafío secesionista catalán. Un político con el que se podía –se puede- hablar de todo y negociarlo todo dentro de la legalidad. Un hombre sencillo. Un señor de Pontevedra.