Opinión

Laberinto de pasiones

No soy de las personas que gustan de abrirse en canal y mostrar sus emociones, me parece una ordinariez propia de folclóricas –esto no quería decirlo pero se me escapó-, y es que me enseñaron de jovencita a tener bien sujetas las vísceras, donde están residenciados los sentimientos, y controlar lo que se dice, lo que se expresa, como si hubiéramos nacido en el seno de la familia Real Británica, que son un ejemplo a seguir, aunque la descendencia está empezando a mostrar cierta blandura con lágrimas en público que hay que evitar a toda costa.

El motivo de estas líneas tiene que ver con el aniversario de boda de una amiga mía, llena de debilidades que quisiera evitar a toda costa pero que su sensible naturaleza le impide, y mira que me he cansado de insistirle en principios como por ejemplo que enamorarse no es más que una creación sociocultural del hombre. Que podemos cometer errores que nos apartan de nuestro destino real. Que el amor no conoce el sentido del ridículo y que decir que amarás a alguien durante toda la vida es como decir que encenderás una vela y nunca se apagará.

Otra amiga mía, tan inteligente como enamoradiza, cuyo nombre no voy a traer hasta aquí por ser una conocida broker neoyorkina, a quien sus pasiones súbitas le hacían perder el sentido común –y el dinero, gastándose cantidades disparatadas en vuelos privados para llegar hasta el hombre del que se había prendado la semana anterior–, decía que «existe una clase de mujer que no aspira a otra cosa que no sea el disfrute de los placeres inmediatos y que se encapricha de los hombres a cuyo lado pueda permitirse el lujo de esperar a que la risa de tanta felicidad le deforme la boca». Naturalmente se estaba refiriendo a sí misma. No hubo frase que la definiera mejor. Con el tiempo adquirió un marido-adorador a quien puso una galería de arte en la 57 para que se entretuviera, después de una boda epatante en la última planta del Rockefeller Center. Sostenía que no se puede volver a estar sola en la vida cuando ya se sabe lo que es «estar al completo», cosa que nunca entendí muy bien ya que estar sola no significa estar incompleta. Pero yo la dejaba hablar como a los locos mientras pensaba para mí misma que, en efecto, hay que estar siempre enamorado y por esa razón no hay que casarse nunca.

Pero volvamos al principio, a la chica del aniversario, ingenua y también un poco bipolar, quien pese a ir ya por el tercer marido anda por la vida como recién estrenada. Yo la apoyo incondicionalmente porque la capacidad de ilusionarse es una virtud que se va desvaneciendo con los años pero ella insiste en que fracasar o cometer un error enorme es mejor que no haberlo intentado. Sabe bien que los hombres no traen libro de instrucciones y que todos tienen tara, sin excepción. Pero la presión que crea el corazón humano al latir es suficiente para lanzar la sangre ¡a diez metros de altura! Ante esa fuerza pocas taras nos detienen por grandes que sean.

No hay duda de que el placer que produce el presunto hallazgo de la felicidad es mayor si se percibe el riesgo de perderla, y no es cierto que cuando somos un poco maduros ya en edad –que no de mente–, damos más de un paso sin conocer de antemano la composición del suelo que vamos a pisar. Pero esto también tiene su encanto: es poco deportivo ir sobre seguro y el carácter británico que pretendemos y que fingimos nos obliga a una indiscutible deportividad. Así que procuremos eliminar esa lista de preceptos que vamos confeccionando en nuestra cabeza a medida que pasan los años y pongamos de manifiesto acciones y deseos que nos proporcionen felicidad perdurable, sí, pero también una libertad serena.