Opinión

Los niños de la cueva

Desde hace unas pocas horas disponen de alimentos y mantas, aprenden a nadar y a bucear contrarreloj mientras un psicólogo les enseña a combatir la ansiedad, a base de técnicas de meditación. Varios profesionales les encontraron vivos tras 10 días de búsqueda, ¡sorpresa mayúscula!, y ahora se dedican a fortalecerles con urgencia. Se habían amontonado todos, asustados, en los recovecos de una gruta tropical. ¿Cómo puñetas llegaron hasta allí? ¿Qué clase de excursión puede llegar a semejante extremo? Ahora mismo, sobra la queja. Ahora mismo son entrenados para afrontar la más terrible aventura: nuestros jovencísimos protagonistas, recién localizados, deberán sobrevivir en un contexto dificilísimo, unos días o unos meses. Ninguno sabe torear con bombonas tanta agua embarrada y avanzar, a través de ella, hacia la superficie, pero no les quedará otra, porque llegará en breve el lluvioso Monzón y les ahogará sin remedio si siguen ahí dentro, esperando, hacinados. El drenaje no funciona.

Desde hace unas pocas horas los chavales futbolistas y sus rescatadores son exhibidos en directo desde su agujero negro tropical, televisado. Ya alcanzaron categoría de héroes, pero ahora se espera de ellos un triple salto mortal, como ocurrió hace años con los mineros de Chile. Solo que, en este último caso, su condición de menores les presenta como seres más desvalidos, más frágiles. Así les percibo desde las antípodas. Doce niños y su joven entrenador, doce apóstoles y su inexperto Mesías necesitados de rizar el rizo del milagro mayúsculo, pendientes de resucitar de una muerte segura. Tan lejos sus ojos de los nuestros y, a la vez, tan cerca. Sus sonrisas tan esperanzadas, después de tanto sufrimiento.

Cuando nada es seguro, todo es posible. Lo creo firmemente mientras descubro en uno de ellos la camiseta de la equipación del Real Madrid, idéntica la de mi hijo. Juraría que tiene la edad de David.

Ahí fuera, agrupadas, sus madres. Sentadas una junto a otra, fijas sus miradas a una pantalla, acariciando a sus hijos con sus ojos, comentando que los críos han adelgazado. El amor de madre es un idioma universal. Visualizo de repente a la mía haciendo idéntico comentario. Me imagino ahí, junto a ellas.

Los retos son los que hacen interesantes las vidas. Yo soy esa madre, yo soy ese hijo. Yo creo en ellos, resilientes.