
Opinión
Los soñadores
Los soñadores de antaño se decía que eran los poetas, ensimismados en un mundo interior que se enriquecía o deterioraba con los años o fueron algunos políticos que pretendieron con su discurso e ideas cambiar el mundo. Martin Luther King declaró en 1963 tener un sueño que todavía no se ha hecho realidad, el fin de la discriminación racial en los EE.UU. Soñaron los románticos en amores tan difíciles que hasta se convertían en imposibles. Lo cierto es que todos los seres humanos tienen sus propios sueños, algunos irrealizables –y hay quienes lo saben, pero no se apean de ellos y no quieren renunciar– y otros los abandonan en el siempre breve camino de la vida. Soñamos sueños de vigilia y otros, nocturnos, que tanto interesaron a Freud y a sus discípulos, pero los más fascinantes son los que nunca podremos abandonar. En un rincón de nuestro cerebro/espíritu restan las cenizas de los que, ahora sí sabemos, que jamás lograremos, pese a que hayan formado parte esencial de nuestra vida. Todos tenemos un sueño, aunque ahora los Soñadores, The Dreamers, reclamen su autoría. Se ha hablado mucho en los telediarios y en los periódicos de estos jóvenes que entraron niños o nacieron en el gigante estadounidense y, ahora, en los inicios de su juventud, todavía sin papeles, el presidente Trump intenta expulsar de un país que entendieron como propio y en el que pretendían culminar la vida. Para Trump, que ha resucitado lo de América para los americanos, ese país debe preservar su pureza blanca. Escuché al más joven Kennedy dándole la respuesta y hasta esperanza a los soñadores, incluso en español. Tal vez la gente de su entorno o la América profunda, que cree representar, no deseen la llegada de otros emigrantes de más allá de Río Grande por razones de tez o lengua, pero el rechazo implica siempre miedo al otro, a lo que se desconoce, a lo que de todos modos resultará inevitable. Los estadounidenses han sabido mantener a raya a los negros pobres en los que advierten signos de degradación, violencia, crimen y hasta la droga o cualquier vicio.
El libro recién aparecido del novelista mexicano Juan Pablo Villalobos (1973), «Yo tuve un sueño. El viaje de los niños centroamericanos a Estados Unidos» (2018) reúne una serie de entrevistas a niños que pasaron la frontera estadounidense en 2011 y 2014. Contaban entonces entre diez y diecisiete años. En junio de 2016, los entrevistó en Los Angeles y Nueva York. De algún modo habían logrado ya su propósito: llegar hasta el corazón del Imperio. Trump mantiene todavía su fantasía del gran muro que ha de separar EE.UU. de México, el enemigo, porque a través de los túneles fronterizos no sólo los centroamericanos, sino los mexicanos se infiltran, tras atravesar el largo viaje y un desierto lleno de peligros. La naturaleza para la migración nunca es benevolente. Pero los niños que Villalobos entrevista pretendían reunirse con padres o hermanos que les habían precedido. Algunos ni siquiera les conocían o ignoraban su naturaleza gay o el trauma de sus violaciones, que sufrieron en su propio país, entre los suyos o a lo largo del periplo. Las vivencias infantiles (el autor aprovecha hasta la literalidad del habla y la ingenuidad del discurso) resultan conmovedoras. Los múltiples pasadores, el mundo de los acompañantes, aunque les roben el dinero, forman una cadena no exenta de peligros, descrita sin rencores. Todavía los migrantes no se sienten parte de una comunidad, pero el sentido de la familia amplia abandonada aparece en estos niños, cuyo único objetivo es poder reencontrarse. Los vínculos de sangre son auténticos, como sucede en parte de cualquier vida rural.
Echar una ojeada al mundo que habitamos produce escalofríos. Estos niños, separados de sus familiares por una decisión política, amparada en una burocracia próxima a la deshumanización, apenas es nada si consideramos los ocho millones de niños esclavos que cohabitan junto a nosotros, desde el África Occidental a Haití. Los que trabajan, al margen de la dureza de sus empeños, forman un ejército de 218 millones. Los padres venden a sus hijos por 50 euros y así consiguen una boca menos que alimentar, hambrienta de casi todo. Los niños, que las familias del mundo occidental cuidan incluso en exceso, constituyen en otras zonas del planeta la mano de obra de tantos productos de nuestras tiendas. Claro está que los soñadores estadounidenses nos obligan a reflexionar seriamente sobre la civilización, por decirlo de algún modo, en la que nos asentamos y defendemos, aunque no hay que ir muy lejos para descubrir en nuestro propio país una infancia situada en los límites de la pobreza. ¿Cómo deben ser sus sueños o esperanzas? Algunas ONG no quieren cerrar los ojos en los infiernos.
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