Opinión

Huidas

Antaño, se recolectaban donativos para los llamados «niños del Domund». En los colegios, los críos españoles cedíamos nuestro pequeño peculio semanal –entonces, dar un modesto estipendio a los hijos aún no estaba conceptuado como «pagar en dinero negro» ni reprobado legalmente–. Esas monedas que los escolares aportábamos con esfuerzo, daban mucho de sí en África. Yo me emocionaba pensando que, con mi paga, tan magra, podía apadrinar y mantener durante todo un año a un niño de mi edad que vivía en el hemisferio Sur del globo y no había tenido suerte. Si lograba sobrevivir a las enfermedades, las fieras salvajes y los desastres naturales, aquel chaval comería gracias a mis ahorros. Apadriné a varios niños mientras cursaba EGB. A veces, casi reventaba de un orgullo tan ingenuo como irracional, pensando que yo solita estaba «salvando» a una parte sensible del continente tristemente arrasado por el hambre, la guerra, el colonialismo, la brutalidad y la estupidez: África. La majestuosa, misteriosa, rezagada, fascinante, pobre y rica África. Los niños africanos de mi infancia no crecían, no vivían lo suficiente para convertirse en jóvenes fuertes que una mañana decidían migrar hacia Europa. Aquellas criaturas se morían sobre el suelo que las vio nacer, consumidas por moscas venenosas, exhibiendo unas grandes barrigas hinchadas –de hambre, vacío y enfermedad, no de comida–, mientras sus madres las miraban con la tristeza oscura de sus ojos hecha un mar existencial de lágrimas secas. Hoy, recordando a los niños africanos de entonces, cuesta imaginar que, pese a todo, el hambre se ha reducido en África de manera prodigiosa. Por fortuna. Ahora, las sequías y el cambio climático siegan vidas africanas, pero ya no tantas como hace unas décadas. Los jóvenes migrantes que llegan a Algeciras o Lampedusa, casi todos hombres, son robustos, y han logrado convertirse en adultos. A cambio, tienen guerra, violentos tribalismos y un miedo espantoso a morir y ser torturados de forma tan banal como no se conocía desde los nazis; tienen inseguridad estructural y a los sucios asesinos de Boko Haram. Pero creo que, igual que en pocas décadas se pudo erradicar el hambre implacable de África, se puede acabar con el asesinato, la tortura, la ferocidad consuetudinaria, la sangrienta arbitrariedad, la atrocidad institucionalizada... O, al menos, intentarlo.