Opinión

El monte de los judíos

Cuando se visita Barcelona con el ánimo inclinado hacia su admiración, uno de lugares que parecen indispensables es precisamente Montjuich, es decir, el monte de los judíos. Y desde él contemplando el horizonte en que se asienta la ciudad y recuerda el valioso servicio que desde ella se prestó en la restauración del Mediterráneo, el mar romano por excelencia, surge necesariamente la pregunta de por qué y cómo el término judío se conserva de modo tan notable. Y surgen curiosamente dos respuestas que se contraponen rigurosamente: la importancia que la comunidad hebrea llegó a adquirir en las dos primeras etapas de su existencia y el tremendo fin impuesto por el pogrom de 1391. Pues uno de los principales servicios que el historiador puede prestar en estos tiempos de confusión y de violencia –no me refiero al uso de las armas– reside precisamente en explicar cómo fue posible que se incurriera en errores de esta suerte. Uno de los elementos fundamentales está presente ahora entre nosotros: el odio que se justifica a sí mismo trenzando términos oscuros en los «otros» suele llevar a términos verdaderamente terribles.

Barcelona se vio proyectada a primer término en el momento en que los restos de la Monarquía visigoda se integraron en el Imperio carlovingio reconociéndosela como cabeza de la Marca hispánica. Pues bien: los judíos que habían sido violentamente repulsados por los últimos reyes toledanos obtuvieron de los carlovingios una restauración del carácter de «religio licita». Y como disfrutaban de las mismas condiciones tanto en el emirato cordobés como en el Imperio de Carlomagno pareció lógico que se instalasen allí en donde se podían mantener relaciones económicas positivas en ambos lados de la Frontera. Cuando Barcelona se convirtió en condado dentro del Principado de Cataluña, los condes de Barcelona confirmaron estas ventajas y asignaron a los judíos un territorio sobre la falda de la montaña que ahora contemplamos. Los judíos tuvieron también el encargo de asumir la defensa militar de aquel monte que ahora era suyo pero a las estrictas órdenes de los Berenguer. Barcelona dio un paso decisivo adelante convirtiéndose en uno de los principales mercados para el intercambio entre Cristiandad e Islam Como la Iglesia prohibía la esclavitud los prisioneros que Carlomagno y sus sucesores capturaban entre los pueblos del Este eran enviados a Barcelona para ser vendidos a los musulmanes. Por eso seguimos llamando eslavos a estas poblaciones de naturaleza oriental. El Califato empleo eslavos en unidades militares.

Esta comunidad judía experimento un crecimiento cuando al-Andalus cambia radicalmente su política y suspende la tolerancia obligando a los judíos a la conversión o al exilio. Una actitud –el judaísmo es religiosamente un mal que debe ser suprimido– se transmite también a la Cristiandad: los judíos que mataron a Jesús disponen de instrumentos financieros que pueden calificarse de usura porque los banqueros se ven obligados a tomar precauciones que aseguren sus beneficios. Cuando Inglaterra, Francia y los otros reinos se dejan ganar por esta doctrina que algunos conversos apoyan con argumentos, los reinos españoles en donde los hebreos desempeñan importante papel se ven obligados a tomar una decisión. Las autoridades se muestran positivas: no se debe prescindir de los judíos porque significan una base fundamental para la nueva economía. Precisamente es en Barcelona donde se toman las decisiones más importantes.

En 1263 el rey Pedro aconsejado por importantes teólogos cristianos como san Raimundo de Penyafort convoca una especie de dialogo en que el protagonismo será significado por Nahmanides y que conduce a una clara definición del aperturismo. Los reinos españoles se niegan a admitir las denuncias del antijudaísmo y esta decisión es abrazada por todos los demás monarcas hasta el punto de que algunos importantes fugitivos como Adret deciden trasladarse a España para seguir Salomón ibn Adret que alcanza los primeros años de siglo XIV y procedía de una notable familia barcelonesa desempeña papel esencial en la defensa del sefardismo destacando sobre todo los valores que del judaísmo extraen los pensadores cristianos al definir a la persona humana. Algo que Alfonso XI de Castilla y Enrique II su hijo defenderán con calor. Digámoslo en otros términos: el barcelonismo sefardita que los monarcas españoles acogen es una de las principales aportaciones que se harán al sentido de la religión. Las discrepancias no pueden negar que a fin de cuentas todos reconocen por padre a Abraham.

Pero entonces en las raíces intimas del antijudaísmo se filtran conciencias que hoy podriamos calificar de populistas y a las que se suman también notables eclesiásticos.. Si el judaísmo es un mal debe ser destruido reclamando para ello incluso las formas de violencia que en Alemania y Francia se habían puesto en marcha. Así llegamos a la hora terrible de 1391.

El antijudaísmo se convirtió así en un movimiento popular que tuvo en Mallorca y Navarra sus primeras manifestaciones pero que solo en 1391 atizado por un clérigo sevillano Fernando Martinez se convirtió en marejada que recorriendo la cuenca del Guadalquivir y ascendiendo hasta Toledo alcanzó al final el Mediterráneo. Se trataba de asaltar, robar y destruir. La judería de Valencia fue arrasada. Pero nada tan terrible como aquel día 3 de agosto de 1391 en Barcelona. Más de tres mil judíos fueron asesinados y robados sus bienes. Aunque las autoridades de la Generalidad condenaron el hecho invitando a los judíos a retornar estos se negaron a hacerlo. Una conmemoración que tal día como aquel lamentamos. Con una advertencia: la falsificación del enemigo a los ojos del pueblo desata las más terribles violencias. Así puede producirse también entre nosotros con distintos protagonismos. Lo que se conmemora el 17 de agosto cada año es precisamente eso: el mal de la violencia.