Opinión

No hablaré sobre Cataluña

En «La liebre con ojos de ámbar», Edmund de Waal recorre el viaje de los pequeños objetos, evocativos y hermosos, que durante generaciones han acompañado a su familia a lo largo de toda Europa. Para descubrirse a uno mismo, lo importante es centrar la atención en esas pequeñas cosas que, por alguna fuerza desconocida, nos empujan a regresar al lugar donde irremisiblemente pertenecemos.

El CGPJ ha resuelto mi traslado profesional a Valencia después de ocho años de trabajo en juzgados catalanes. Recibo esta noticia con la ilusión de regresar a mi tierra, pero también con la tristeza de dejar en Barcelona la mayor parte de lo que he sido hasta ahora. Llegué aquí siendo un chico de veintiséis años, que poco había hecho excepto estudiar desde la comodidad del hogar familiar. Barcelona supuso el comienzo de mi vida profesional y el de mi madurez. Me convertí en uno de los jueces más jóvenes de Cataluña. Continué formándome en sus universidades. Me he complicado con publicaciones, congresos y todas esas cosas que aderezan la vida profesional. He colaborado con la Asociación Profesional de la Magistratura para penetrar, con afán de prestigiar nuestra condición, en la sociedad civil catalana. Desde hace algunos años vi satisfecha mi mayor aspiración: ser magistrado especialista mercantil. Pero Barcelona ha supuesto la oportunidad de desarrollarme como persona. Me casé y he formado una familia, con dos niños catalanes. He trabado amistades nuevas para descubrir, entre los afectos de quienes no se me parecen, afinidades que abrevan el corazón. He viajado y leído algo menos de lo que me gustaría, pero puedo decir que conozco Cataluña –rincones, cultura, gentes– mucho mejor que mi propia tierra.

¿Por qué me voy de Cataluña? Confesaré ahora una parte de esas razones, con el propósito de rendir un último servicio a este lugar.

Pienso en mis hijos como cuestión de gran celo. Haré esto o será aquello. Me aguijonea el carácter, siempre despierto a las alertas, quizá de forma dramatizada. Pero me siento responsable de sus primeros recuerdos, de las imágenes que más les impresionen ahora y que por eso les acompañarán siempre. ¿Quién de nosotros ha escogido el mosaico de recuerdos que puebla las únicas ataduras con la infancia?

Todo cuanto ha sucedido durante los últimos años en Cataluña me ha sumido en una aflicción terrible. Y eso no ha sido cosa de mi carácter. Como tantos otros, he pulsado a diario mi ruptura emocional con una parte de Cataluña, que es institucional, económica y culturalmente hegemónica, mientras el gran cuerpo social al que yo he pertenecido permanece indefenso e inerte. Ser valenciano y bilingüe ha resultado una creencia mágica, la de mi identidad cultural compartida desde la Ribera del Xúquer, porque se ha probado como un lazo umbilical absurdo y falso. Siento el desconsuelo, la carne abierta que se duele, de la admiración por lo catalán, la luz de norte con la que se me educó en el hogar de mis padres. Esa Cataluña de la que hablé ha vomitado, por su tibieza, por su incapacidad para alcanzar nada, mi pueril salvoconducto. Una calavera hecha de obstinación, ignorancia, intransigencia, delirio e ira, que silabea burlona que quienes no nos plegamos ante la hegemonía hemos de vernos siempre en tierra extraña. Somos malos catalanes. He descubierto en esa respuesta el odio viejo del nacionalismo viejo, que es intrínsecamente malo y que solo alberga racismo, xenofobia y la incapacidad para competir en un mundo global que se desconoce y se teme.

He constatado que mis hijos, las bestias que hablan mejor el castellano, serán una excrecencia plúmbea que habrá de purificar, para un cuerpo nacional y místico, un escarpelo milenario e implacable. Serán un sol negro. Nada de lo que ya nos ha pasado juntos les importará jamás. Pero los hegemónicos deforman el lenguaje, lo han conquistado por completo y hablan de democracia, libertad, derechos, dignidad, afecto. Una nueva forma de violencia pertinaz. Todos los días, en todas partes.

Para los que quedan aquí, barrunto la traición de España. Con el tiempo serán abandonados. Una hermandad secreta de rostros clandestinos, la resistencia social, que tomará fugazmente el momento con alguna estratagema imprevista, para pronto recular hasta un bosque denso, crecido de la vergüenza de quienes les dejarán solos.

Yo dejaré de hablar sobre Cataluña. Como Edmund de Waal, mis hijos o mis nietos o sus descendientes tendrán que recorrer algunos de sus rincones y componer el mosaico de mi vida aquí. Yo no podría hacerlo. Como reprocha el autor, todo estaría salpicado de niebla, tibieza, claroscuro: la flacidez de las emociones que acabarían por emborronar el hilo de la historia. Lo importante serán los objetos, las pisadas, pequeñas cosas. No hablaré sobre Cataluña, nada quedaría claro. Es demasiado el amor y el daño que nos hemos causado y, de manera irremediable, siempre hemos de pertenecernos.