Opinión
Fiebre amarilla
Permíteme la comparativa y, sobre todo, no te me ofendas si discrepamos en el diagnóstico. Aterrizo en la realidad laboral y ya, viendo solo un ratito de informativos, me resuena la definición de «fiebre amarilla» para Cataluña. Sí, me refiero a la enfermedad que estás pensando. Existe cierto paralelismo entre la crispación social catalana y ese otro mal clásico, infeccioso y vírico que se transmite por la picadura de un mosquito. Teñido en sus paisajes de amarillo tras el pinchazo del insecto independentista, el paciente de nombre Cataluña cada día parece más necesitado de un antipirético urgente, de esa vacuna que le salve –por fin– del abismo identitario. En los últimos meses, unos cuantos políticos se dedican a mencionarnos en bucle la palabra diálogo sin que se perciban avances provechosos; otros se afanan por adueñarse de la retirada de los lazos –yo quito más que tú– y un tercer grupo, el de los gobernantes regionales, defiende, si es necesario, la fiebre amarilla con sus propias vidas. ¿No te parece hilarante la última imagen televisada de Joaquim Torra, con su gorro y su pañuelo en tonos biliosos, haciendo patria en Vilafranca del Penedés, en Barcelona?
Este año, los castells a los que acudió el president no interesaban, no eran noticia, apenas se han enseñado. Esas torres humanas centenarias, admirables, símbolos más reconocibles de la cultura catalana, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad y motivo de orgullo comunitario han desaparecido de las televisiones y, en su lugar, se nos ha ofrecido el enésimo acto reivindicativo de lazos amarillos, esteladas y pancartas indepes, con grupos de voluntarios repartiendo sin ton ni son cientos de gorras y abanicos con lemas separatistas, por supuesto a juego con la indumentaria gualda de Torra. Gritos de libertad y de independencia lanzados por ciudadanos febriles han terminado de opacar a los castellers. Entretanto, la otra mitad de la población, contraria a la independencia, ha decidido quedarse en casa y no participar, por vez primera, en unas fiestas que consideran politizadas.
Qué tristeza este retrato de población hastiada, enfrentada al vecino. Algunos se preguntan cómo sentarse estas navidades en la misma mesa, en paz, junto a determinados parientes que votan al partido de los botifler... y viceversa. ¿Quién nos consigue cuanto antes, por favor, la vacuna contra esta fiebre amarilla?
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