Opinión

Humor

Mi infancia, como la de tantos niños españoles de mi generación, está repleta de casetes con chistes bochornosos sobre «mariquitas, cojos o tullidos en general, gangosos, andaluces, negros, prostitutas...» (hoy se diría «putillas de confianza», quizás). He escrito en el pasado sobre ello. En la guantera de los coches familiares siempre había cintas compradas en una gasolinera, con portadas de un insuperable mal gusto que harían ruborizarse de vergüenza a «Torrente, el brazo tonto de la ley», que prometían horas de risas, dispuestas para «amenizar» cualquier trayecto. Una cara, para la ida; la otra, para la vuelta. Risas enlatadas, nunca mejor dicho, que se convertían en la banda sonora del viaje. Y que, lejos de impedir el aburrimiento y las consiguientes peleas entre hermanos o primos, en mi caso aumentaban considerablemente el cabreo, el malestar, la perplejidad y el sonrojo. No entendía por qué la gente se reía con aquello. Me parecía cruel y atroz mofarse de un discapacitado, de personas de sexualidad, color o profesión distintas a las de la mayoría... Me sentía incómoda, y acababa poniéndome de mal humor.

El humor (supuesto) de los chistes era eso: mal humor. Literalmente. También era difícil resistirse: no dejarse arrastrar por los sentimientos de la mayoría. Todos dudamos, en especial los niños, al comprobar que la generalidad de personas que nos rodean hacen, dicen, o dan por sentado que algo «está bien», aunque nosotros intuyamos que no es bueno. Si todos se reían de esos chistes vulgares y ofensivos... a lo mejor tenían una cierta gracia. (Pero no. No la tenían). Instigada por esa confusión existencial al respecto, me costó darme cuenta de que el humor de verdad, el sabio, nunca se ríe de la apariencia de alguien, sino de las cosas que ese alguien hace o dice. Una persona no es risible por sí misma, sino por sus palabras o acciones. El humor bueno, como la Declaración de los Derechos Humanos, jamás categoriza de forma burda a las personas por su raza, orientación sexual, religión... Pienso en ello tras la polémica, ¡y las feroces reacciones!, (400 amenazas de muerte), a los «chistes de ''no'' gitanos» de Rober Bodegas. Supongo que sigo tan desconcertada como antaño. Porque siento el viejo malestar. Tampoco entiendo nada. Y cada día me cuesta más reírme.