Opinión
Lapidar
Hoy es más fácil que nunca destruir una reputación. Mejor dicho: nunca como hoy había sido tan difícil tener buena reputación. Ser «intachable». Prestigio, nombradía, excelente imagen, lustre y predicamento inmaculados..., son cosa del pasado. Ni siquiera el pretérito está a resguardo de las pedradas furiosas que se lanzan desde el presente, que consiguen atinar hasta en las tumbas (biografías de personajes antaño ilustres revisitadas, inspeccionadas con afán forense, historias que se reescriben a veces con el único soporte teórico de la mera sospecha o el afán de venganza, de revancha...). Jamás hasta ahora las tachas arbitrarias, embusteras, arrojadas sobre un nombre habían llegado tan certeramente a manchar a cualquier. Eso, la reputación, el nombre, se persigue con entusiasmo ahora. El desprecio se ha convertido en un cazador insaciable.
Los nombres, cuanto más alto están en el escalafón social, más apetece hacerlos caer para arrastrarlos por el fango. La reputación es un muñeco de feria, que se hace caer a balazos de injuria. Nadie –en sentido literal, matemático– está a salvo de ser ensuciado. Lo peor es que no hace falta que el borrón con que se trata de denigrar a una persona sea verdad, o tenga remotamente un indicio de justificación. El reproche, el agravio, puede ser un invento (casi todos lo son), pero calumnia igualmente: en realidad, cuanto más disparatado e irreal sea el insulto, más acierta en su objetivo de menoscabar la reputación de quien fuere. Las ofensas que más calan son los estereotipos que ya se han incrustado en el imaginario social a lo largo del siglo XX, porque despiertan fuertes sentimientos en la mayoría. Por ejemplo «fascista». Llamar a alguien fascista es fácil, sencillo.
No requiere que la persona así denominada pase un test de limpieza democrática. Se puede llamar fascista a un chaval de 15 años, y el efecto que producirá sobre su imagen será igual de demoledor que cuando el mismo insulto se aplica a una mujer de la política. La mancha simplificadora, pero brutal, que conlleva el calificativo, despectivo e insultante, abatirá al joven estudiante tanto como a la señora diputada. Personas que jamás han estudiado comunicación, retórica o análisis del lenguaje, intuyen que esto es así, y lanzan su insulto lapidario (¡fascista!), sabedoras de que –siempre– da en el clavo.
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