Opinión

Desistir, desjudicializar

El anterior gobierno se le echó en cara que afrontaba la crisis catalana apelando a los tribunales, es decir, judicializando un problema que es ante todo político. No lo niego y, es más, cuando la entonces vicepresidenta exponía los planes del gobierno para tamaña crisis, a veces me parecía oír no tanto a quien se dedica a la política como a una aplicada opositora cantando los temas de Derecho Constitucional.

Con todo sería injusto sostener que ese gobierno careciera de iniciativas políticas, porque decisión política fue aplicar por vez primera el artículo 155.

Ahora parece que se va a dar un pendulazo al optar el actual gobierno por soluciones políticas, lo que no evitará que aparezcan los limites legales y constitucionales. Y es que no puede hacerse política con olvido de la legalidad y hay decisiones políticas que se concretan en actos jurídicos que generan litigios. Sin embargo, llevado de ese empeño el presidente hace gala de una cierta bipolaridad política: un día manifiesta su disposición a dialogar con los separatistas pero, advierte, siempre dentro de la legalidad; y al día siguiente promete un nuevo estatuto que recoja aquello que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional. En esa línea de hacer sólo política el gobierno ha ofertado desistir de los recursos de inconstitucionalidad que el anterior Ejecutivo promovió contra diversas leyes catalanas de carácter social, no contra actos o resoluciones ligadas al «procés». En lugar de recursos ofrece «fórmulas de arbitraje».

Esa política de desistimiento afecta a unos procesos en los que se ventila la «letra pequeña» del orden constitucional. No le niego al gobierno esa capacidad de desistimiento, tampoco que antes de promover un recurso o mantenerlo se intente llegar a un acuerdo; es más, no rechazo que algunos de esos recursos puedan ser rechazables y que las leyes catalanas sean constitucionales, pero lo mejor es que hable el Constitucional, al menos para recordar que hay un sistema constitucional de reparto del poder territorial con una reglas para solventar desavenencias.

Lo grave de tal política es que en aras de cierta paz se consolidasen leyes cuyo objetivo hubiera sido una reforma constitucional y estatutaria encubierta a base de incorporar aquellas previsiones del Estatuto catalán que el TC declaró nulas: el resultado sería tolerar una reforma federal fraudulenta o, aun más, una situación de cuasindependencia lograda a golpe de leyes que, materia a materia, echen al Estado de Cataluña, objetivo originario del Estatuto; y no menos grave sería que otras autonomías quisiesen lo mismo, abocándonos a un Estado ingobernable.

Estas estrategias tienen el riesgo de crear la imagen de que no son tanto los tribunales un obstáculo –ahora el TC–, sino el sometimiento de los poderes públicos a la Constitución y a la ley. Esa actitud aparentemente conciliadora encierra debilidad. Ese talante parece confirmarse con gestos muy graves como, por ejemplo, que el presidente del gobierno o el ministro del Interior –para más inri, juez de profesión– se reúnan con el presidente de la Generalidad sin objetarle que luzca el lacito amarillo, símbolo de su desprecio hacia el Tribunal Supremo y es que todo es bipolaridad: frente a las groseras exigencias de los separatistas se les dice que el gobierno no pueden influir en la acción de los tribunales, pero se tolera que insulten explícitamente a la Justicia.

La experiencia muestra que con el separatismo hay muy poco de qué hablar. El nivel es tan bajo que sobran matices negociables y toca defender principios básicos y elementales que ya no cabe darlos por sobreentendidos.