Opinión

Ayuno obligado

Mi abuela María Rosseta sostenía que el mundo estaba muy mal repartido: unos tanto y otros tan poco –da igual si hablamos de dinero o de comida–. Mientras en algunos países se tiran toneladas de comida a la basura, en otros se pasa hambre de verdad. A veces no hay que ir tan lejos para encontrar gente que no tiene para comer. ¿Cómo puede ser que exista tan mal reparto y tan nefasta gestión de los recursos? ¿Debemos enviarles comida, enseñarles a cultivar la tierra o ambas cosas? ¿Quién es el responsable último de que aún haya hambre en la Tierra en pleno siglo XXI? Por ejemplo, en Venezuela, la población se muere de hambre por culpa de un Gobierno nefasto. Hace un tiempo, en un programa de radio, coincidí con alguien de un país sudamericano que había venido a España para recoger ropa, víveres, medicinas...

Nos contó que, desafortunadamente, lo que enviamos de buena fe no llega a los necesitados pues los gobiernos de turno lo interceptan y hacen negocio con ello. ¿Verdad o mentira? Le creí, pues me pareció sincero y verosímil lo que contaba. De hecho, se descubrieron containers llenos de comida echada a perder en Tahití. En casos así, de nada sirve nuestra generosidad. Quizá hemos alcanzado un punto de desarrollo humano y espiritual que conlleva asumir el reto y la responsabilidad de liderar un cambio efectivo. De lo micro a lo macro: empecemos por compartir con los más cercanos. Creemos una red que pueda ir expandiéndose hasta alcanzar la Tierra entera y sin esperar a una gran catástrofe. Puesto que, en sí, ya lo es el que existan personas que ayunan a la fuerza en un mundo donde fabricar comida y llevarla de un lugar a otro del planeta es factible.