Opinión

Enemigo

En política, todo enemigo lo es para siempre. Se suele decir que «a enemigo que huye, puente de plata», señalando así que a los enemigos que deciden salir corriendo hay que ayudarles en su fuga, facilitándoles la escabullida. Pero no es cierto. Quienes conocen el arte de la guerra (simbólica, por favor) saben que a los enemigos no hay que dejarlos escapar: deben ser aplastados. Por si acaso algún día decidieran volver. Los grandes líderes de la historia de la humanidad han aprendido esa lección de manera brutal. Moisés tenía tantos enemigos que seguramente sufría dificultades incluso para enumerarlos. Con dolor aprendió que el enemigo, una vez definido claramente como tal, no puede quedar en pie. Los enemigos que se libran de todo castigo, son rescoldos de las brasas del odio, y cualquier viento suave es capaz de avivarlas y provocar un incendio de dimensiones devastadoras. Más o menos, eso es lo que sospechaba Kautilya, un filósofo indio del siglo III a.C., que llevó al poder a la dinastía mauria, que formó el primer gran imperio unificado en el lejano subcontinente.

Sus implacables métodos no desdeñaban recurrir a las más tramposas estrategias políticas. Y, en cuestión de rivales, lo tenía claro: el mejor enemigo es el enemigo muerto. En su caso, en su época, no hablaba simbólicamente como hacemos ahora, por supuesto. El enemigo que corre es un conflicto que puede regresar cuando menos se lo espera, cuando más desarmados e incautos se encuentran sus oponentes. El enemigo que rehúye y se dispersa, es como el herpes recurrente, como el eterno retorno, como la infección periódica. Siempre redundante. Siempre presente. Solo los malos gobernantes, o los muy ingenuos (teniendo en cuenta que la inocencia es incompatible con el ejercicio del poder) permiten que sus enemigos escapen «vivos». Abatirlos es la única estrategia posible. Al fin y al cabo, el enemigo quiere mal a quien, por debilidad, presunción o simple estupidez, lo deja salir corriendo... El objetivo debe ser, invariablemente, aniquilar al enemigo, o controlarlo haciéndole obedecer. Sometiéndolo. Una suerte de esclavitud que, hoy día, sigue siendo tan factible como en tiempos de Moisés. Solo dejar al enemigo sin opción, haciéndole agachar la testa y subordinarse, puede ser una alternativa a cortarle la cabeza. (Simbólicamente, digo... Por favor).