Opinión

El fantasma de la ópera

Ayer me fui a la Gran Vía en busca de una tienda de la zona donde supuestamente podría encontrar un complemento que estaba buscando, pero esto no viene a cuento ahora. Lo importante es la Gran Vía de Madrid, una calle muy principal que, en otro tiempo, era el más importante foco de atracción de la capital para el visitante. Si se quería ver a las gentes que venían de provincias a visitar una ciudad que siempre llamó la atención por su belleza y por su urbanismo, había que pasar por la Gran Vía, un Broadway a la española, donde los cines y teatros estaban en hilera a los dos lados de la calle. En la abierta plaza de Callao (los más paletos decían «Callado») estaba Galerías Preciados, compitiendo con el Corte Inglés, almacenes de referencia que todavía no habían abierto sucursales en otras ciudades de España. Bueno, sí, en Barcelona. Recuerdo muy bien los dos establecimientos de Galerías Preciados en la Diagonal y el Corte Inglés de la plaza de Cataluña, pero en Madrid eran como centros institucionales de obligada visita. Hoy ya todo es diferente: Galerías ha desaparecido, muchos teatros y cines también y la Gran Vía me recuerda al fantasma de la ópera: fea y desesperada por todo lo que están haciendo con ella. Las ciudades son el reflejo de sus alcaldes y Madrid es un buen ejemplo de ello, está convertida en una ciudad sucia y desordenada. Al caminar por la Gran Vía con grandes dificultades y tropezones por cómo está el suelo con las disparatadas obras que se están acometiendo me di cuenta de que la ciudad había perdido toda su esencia, todo su encanto, toda su idiosincrasia. Por la calle ya no había provincianos, sólo había extranjeros, gentes con extraños ropajes que entraban en un Mcdonalds o en un Subway. Ya desaparecieron las castizas cervecerías y tabernas, donde tomar una tapa de torrezno o de gallinejas. Me pregunto por qué los gobiernos de izquierdas quieren borrar el carácter de un país, porque seamos mejores o seamos peores somos lo que somos: españoles. Y no nos avergonzamos de ello, sino todo lo contrario. Que en otro tiempo necesitábamos un barnicito de cultureta internacional, no me cabe duda, pero ahora que lo tenemos no nos sentimos mejores ni nuestras ciudades lo son tampoco. No hay más que pasear por el Madrid castizo, que ya no lo es, sino que se ha convertido en una sucesión ininterrumpida de calles sucias y polvorientas, con gentes tiradas por los suelos pidiendo limosna con un perro al lado.

Un médico sabio dijo hace poco que «habría que inventar un medicamento para borrar de las neuronas toda forma de ideología». Me hubiera gustado haber sido la autora de esa frase, pero alguien se me adelantó. En cualquier caso, no quiero implicarme emocionalmente en todo lo que está ocurriendo en mi ciudad, en la política de mi país, en la economía que se va nuevamente al traste gracias a esos dos peleles que juegan a cargarse España –¡y bien que lo van a conseguir!–, y me consuelo pensando que otros vendrán a enderezarlo, como ya ha sucedido en otras ocasiones.

Realmente soy lo más parecido a un buzo, cada día me las arreglo para tocar fondo, y ayer la culpable ha sido la Gran Vía y su grandísima fealdad, comparable a la del fantasma de la ópera. Según la novela, su cara deforme era objeto de horror hasta para sus progenitores. También los nuevos impuestos demagógicos, que benefician el discurso demagógico de los partidos de izquierda, son un horror. Pero algún día todo volverá a estar en su sitio.