Opinión
Los viejos
«Lo viejo se derrumba», dice Schiller. Lleva razón. No son buenos tiempos para los viejos, esos enfermos sanos de Azorín que han perdido la curiosidad, esos seres humanos que se supone inútiles y costosos para la Seguridad Social, a los que ahora, por si faltaba algo, les amenaza la eutanasia. Habitan residencias apartadas en la ciudad o andan renqueantes por las calles vacías de los pueblos, apoyados en su cachava, camino del ambulatorio, que suele estar abierto los martes de 10 a 12, en busca de las recetas para la tensión, la diabetes, el reuma o el colesterol. Cada año quedan menos en el padrón municipal. Cada año es una prórroga. Los que sobreviven esperan pacientemente su turno, como cuando esperan la llegada de la camioneta del pan, el pescado o la fruta. Se conforman, agradecidos, con la menguada pensión. Andan encorvados. Les abruma la soledad. Se han ido quedando solos, sin referencias, a la espera de su abatimiento definitivo. Apuran la vida pensando en los hijos y en los nietos, un pensamiento no siempre exento de inquietudes. Les queda revivir los recuerdos e ir tirando.
Y, sin embargo, la vida, porque es más breve, se convierte en más preciosa. Lo corrobora Canneti para el que la vejez incrementa el valor de la vida. Digo que lo viejo no está de moda. Sobra en todas partes. Al frente de los partidos hay que poner rostros jóvenes y apolíneos. Obsérvese la galería de los cuatro principales dirigentes políticos españoles y del Rey. Esta es la hora del cambio, de la exaltación de la juventud y de la belleza efímera. Se aportan razones de sobra. En cinco años la vida cambia ahora más que antes en medio siglo. El valor de la experiencia se considera una rémora. Se ignora la observación de Rousseau de que la vejez es el momento de practicar la sabiduría. Son otros tiempos, es otro mundo. Los más exaltados, los advenedizos a la política exigen destruirlo todo, empezando por la Constitución. Como mucho, se admite la presencia del anciano –¡qué simpleza ese circunloquio de la tercera edad!– como una aportación pintoresca si el viejo se vuelve «progre», se pone vaqueros y adopta el lenguaje y el estilo de los jóvenes. En general, nadie escucha hoy a los viejos ni en su propia casa y pocos les ceden el asiento en el metro o en el autobús. Estorban, incluido el viejo Rey, a pesar de ser la generación que sacó este país adelante. Y hay políticos que quieren facilitarles el tránsito.
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