Opinión

Desprecio

Bien pensado, analizando su presente y su pasado, puede verse con claridad que uno de los grandes problemas de España, que ha lastrado y lo sigue haciendo su desarrollo y crecimiento en todos los sentidos, es su desprecio olímpico por la inteligencia. Y no se trata solo de una desconsideración que practiquen con entusiasmo sus históricamente cuestionadas clases dirigentes. No. El desdén hacia la inteligencia está arraigado también en todos los estamentos populares, en el propio imaginario colectivo, en las esencias culturales del país. Rechazar la inteligencia del «otro» es algo que incluso se tiene por correcto. Se potencia y alaba al majadero, que provoca hilaridad, mientras se suele desairar a aquellos, hombres o mujeres, de quienes se sospecha que poseen alguna clarividencia que pueda hacer «sombra» a la media nacional, siempre por debajo del talento excepcional, como es lógico. Intuyo que esta actitud colectiva está relacionada con, y se alimenta en su sustrato de, la Doctrina Social de la Iglesia Católica, que busca con equidad proteger al débil, al menos favorecido, al pobre material y de espíritu, al desheredado o desahuciado...

Aunque ese carácter ético, de justicia social, tan digno y respetable, haya terminado derivando asimismo en el vertedero moral de la envidia, de un igualitarismo intelectual tan rabioso e impuesto por la fuerza que no tolera la diferencia, cuando ésta se proyecta hacia arriba, hacia el privilegio y la ventaja que suponen la lucidez individual, el juicio, la sagacidad y claridad de mente. Todo ello posiblemente ayuda a que se promocione antes al necio que a quien posee verdaderas cualidades para realizar un cometido importante. Lo que, unido al tradicional nepotismo, se conjura para que, por lo general, muchas grandes decisiones, que afectan al tejido más profundo del país, se encuentren en manos de verdaderos imbéciles. Porque el idiota, si además está bien relacionado, es mejor considerado que el sabio (que concita las chanzas y burlas del común, en el fondo envidioso de su condición). La excelencia, en fin, no está bien vista. El «hijo mío, tú no te signifiques», que se decía en el tardofranquismo, sigue siendo tan válido hoy como ayer. Quien saca la cabeza se expone a que se la corten o se la magullen mortalmente de un goyesco garrotazo. Y así vamos.