Opinión

Hijos del odio

El odio a lo diferente es el mejor termómetro de que la sociedad se rompe, otra vez. Hace unas horas, un neonazi entró en una sinagoga de Pittsburgh al grito de «todos los judíos deben morir». Asesinó a 11 personas e hirió a otras 6 por considerarlas distintas. Hace días, en un avión de Ryanair, un hombre blanco denigraba a una mujer negra. Le molestaba su raza, no la quería sentada a su lado y profirió todo tipo de insultos y amenazas. La retahíla de injurias solo fue comparable con el silencio y la pasividad del resto de viajeros, excepto un joven que intentó que el hombre dejara de insultar a la mujer y tuvo que interponerse parcialmente entre ellos para que las coaccionas verbales no mudaran en agresiones físicas. Para colmo de despropósitos, un miembro de la tripulación, lejos de reprender o expulsar al pasajero racista, optó por cambiar de sitio a la mujer. Ver a Delsie Gayle, de 77 años, sentada en su asiento mientras era increpada por el color de su piel, me recordó la imagen de Rosa Parks negándose a ceder su asiento a un hombre blanco en un autobús de Montgomery, Alabama, el 1 de diciembre de 1955. Piénsenlo un segundo: ¿qué hubiese pasado en ese avión si hubiera sido un hombre negro el que insultara a una mujer blanca?

Nos podemos engañar pensando que son hechos aislados, que el romper de una ola no puede explicar todo el mar, como escribió Vladimir Nabokov . Pero tenemos los mares quebrados, fragmentados, tan rotos de fuerte oleaje que a nadie podría sorprender el advenimiento de un tsunami. El odio engendra odio, es metastásico y mata. Ya conocemos cómo termina la historia.