Opinión

Oficio de difuntos

Anteanoche una bandada de niños, disfrazados y alegres, golpearon el timbre de mi casa. ¡Truco o trato! Celebraban el «Halloween», ese invento traído de fuera para descristianizar la muerte. De niño yo tenía miedo a los muertos. Me aterraba la muerte. Escuchaba temblando el doblar de las campanas –din...don...din...don...– tocando a muerto. Temblaba cuando mi madre me llevaba por la noche a un velatorio, en el que se rezaba monótonamente el rosario en la cocina con el muerto amortajado a dos pasos. De monaguillo, me impresionaba el sonido de la caja del muerto cuando golpeaba el suelo del hoyo recién abierto en el camposanto, depositada con cuidado, valiéndose de sogas, por los sepultureros, que eran vecinos del pueblo no profesionales. Toda la escena transcurría en silencio, un silencio exactamente sepulcral. El cura, con estola negra y capa pluvial también negra, recitaba en latín el último responso, en el que se imploraba a los ángeles que salieran al encuentro, a recibir el alma del difunto, y que concluía con el «requiescat in pace». Después rociaba por última vez con agua bendita el féretro en el hoyo, antes de que resonara el ruido hueco de las paladas de tierra cayendo sobre él. «Sit tibi terra levis», que la tierra te sea leve, murmuraba el sacerdote, algo que nunca entendí entonces. ¿Cómo podía resultar ligero aquel montón de tierra sobre el muerto?

A la despedida del difunto no faltaba ningún vecino. Ni siquiera los que habían tenido con él sus más y sus menos. «Que Dios le tenga en su gloria», musitaban las mujeres, cubiertas con velos negros, a la salida del cementerio. «Salud para encomendarlo a Dios», era la fórmula habitual del pésame a los familiares. «Ha pasado a mejor vida», se consolaban unos a otros aquellos campesinos, entre resignados y esperanzados, conscientes de que la muerte era el final natural de su vida perra. El más allá engendraba dudas –nadie vuelve para contarlo, solían comentar–, pero al menos abría un resquicio a la esperanza y a ella se agarraban, por si acaso. Lo razonable era que al final se hiciera justicia. En esta vida, unos tanto a costa de los otros, y otros tan poco. No era justo. Al menos era de agradecer que la muerte no hiciera distinción entre ricos y pobres. (Rezar por las almas de los muertos y honrar su memoria es una piadosa costumbre desde siempre en todas las culturas y religiones. La carnavalada comercial del «Halloween» es otra cosa).