Opinión
Nostalgia del Bentley (II)
La semana pasada, en este mismo sitio y por esas cosas que a veces pasan en las imprentas, mi artículo quedó incompleto porque se guillotinaron los dos últimos párrafos, cual si fueran María Antonieta; y como la eliminación de la cabeza no es mi modo favorito de quitar la vida a nadie –bueno, y ningún otro–, aquí les transcribo lo que quedó fuera de la página para continuar luego con mis nostalgias.
Hablaba hace unos días de una nostalgia materialista, pecuniaria. La nostalgia de cuando los premios de lotería estaban libres de impuestos y suponían una alegría que estabilizaba la economía de muchos hogares. Ahora los muchachos de la hacienda pública se quedarán con el veinte por cierto de los premios que superen los dos mil euros. Siempre es de noche en la casa del pobre, pero, en fin, pensemos a lo grande e imaginemos de los ingenieros de Bentley están ya manos a la obra ideando un motor eléctrico para el coche más elegante del mundo. ¿Qué será si no de la Casa Real Británica? ¿Y qué será de esos coches de colección, primorosamente conservados, que ya nunca podrán circular o participar en rallyes de clásicos por las carreteras de Extremadura? ¿Cómo sonarán esos motores que, al encenderse, emitían antes un murmullo mágico? ¿Qué será del Gran Premio de Mónaco? ¿Qué será de nosotros, los soñadores, que una vez pudimos conducir esa carroza con las mejores maderas en su interior, acariciar ese volante también de madera, aspirar la esencia del cuero selectísimo de sus asientos y disfrutar de los paisajes de nuestra geografía a bordo de un coche único?
Hoy añado más nostalgias, porque en la vida se nos acumulan a medida que pasan los años. Cuando se iniciaba la democracia en España las Cortes y el Senado eran lugares de exquisitez dialéctica, también de elegancia. Hoy son tugurios de tramposos, garitos de hospicianos ignorantes y groseros que juegan al insulto ofensivo, véase ese individuo cuyo apellido le encaja como anillo al dedo (Rufián) o ese otro con pinta de sucio.... bueno, hoy una franca mayoría no es que tengan pinta de sucios, es que son sucios, van sucios. Los representantes de los españoles cultivan el desaliño y la suciedad indumentaria y física como una de las bellas artes. ¡Qué decepción!
Pero vayamos al arte de la dialéctica. En el Parlamento, como su nombre indica, se parlamenta, se habla, se debate y hasta se discute, pero no se insulta y hasta se escupe como ese diputado separatista que lanzó un gargajo a Borrell una vez expulsado Rufián del hemiciclo. Así no se puede estar, así no puede haber una normalidad en la vida española. Cuando la transición esta que suscribe era muy jovencita, pero muy interesada en lo que estaba ocurriendo, que me parecía una película, y prestaba atención a las sesiones del Congreso y del Senado donde la dialéctica culta y la ironía más refinada eran las tónicas diarias de intercambios entre sus Señorías. Hoy cuesta llamar «Señorías» a los malolientes que sientan sus traseros en las curules que bien por carambola o bien por votos mal depositados en las urnas están ahí para vergüenza de todos los que no nos sentimos representados por semejantes tipejos.
Hablan de elecciones en primavera. Al del plagio le resulta imposible agotar la legislatura y se prevé un batiburrillo de municipales, europeas y nacionales. No sé si es buena fórmula este cóctel electoral porque induce a confusión. Una confusión que va muy bien a los tramposos porque ya se sabe que, a río revuelto, ganancia de pescadores. Pero creo que ya basta de plagios, de trampas, de gobernar con 84 diputados a base de pactar con golpistas y terroristas y con la ultraizquierda chavista. Ya no más.
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