Opinión

El último príncipe

Murió Bernardo Bertolucci. Último o penúltimo de un apabullante linaje de príncipes italianos. Entre el último tango bailado en París y el pobrecito emperador condecorado de nieve y sangre en Manchuria. En 2016 ya nos había dejado mi amado Ettore Scola. Como de Sorrentino solo he visto «La gran belleza» y me dejó frío, quizá porque soy incapaz de empatizar con las andanzas de los gilipollas y los guays por más que Sorrentino ironice mediante estética de alta gama, y hace siglos que dejó de interesarme Nanni Moretti, me reconozco nostálgico del cine italiano. Rossellini, Visconti, De Sica... y el Pietro Germi de la colosal «Divorcio a la italiana», y el Fellini menos onanista, el de «I Vitelloni» y «Amarcord». Bertolucci fue un cineasta de una ambición fabulosa. Aspiró a meterlo entero en una cinta. El cosmos completo entre la ajada A de la bandiera rossa y la Z del sexo. Rodó películas pletóricas. También pestiños. Y películas irregulares. Desplegó una vocación omnívora. Qué refrescante, vital, arrollador, combativo, opulento, visceral y humano se antoja comparado con la generación de narcisos y onanistas del cine posmoderno. Ya digo que no todo fue ambrosía. Como escribí ayer en tuit automático, contemplados hoy sonrojan bastante sus momentos más «comprometidos». Su oda a la orquesta roja. Sus laboriosas aportaciones a la revolución permanente. Entre la coqueta pedantería del insufrible Godard y el catequismo avanti popolo. Pero lo peor de todo, lo más significativo, también hilarante, fue que entre la avalancha de lagrimones, pañuelos y adioses se coló el homenaje de un Pablo Iglesias. Da bastante miedo que alguien, un político español, rindiera tributo al genio con una secuencia del juicio popular de «Novecento». Recuerden: trufada de repugnantes ecos de la muy asesina y siniestra revolución cultural. De hecho brinda la inaudita ocasión de asomarse al imaginario de un adolescente de cuarenta años al que bien podría aplicársele la sentencia que Alfredo Berlinghieri (Robert De Niro) le escupe a Olmo Dalcò (Gerard Depardieu): «Il padrone è vivo». Descontada la vergüenza ajena que provoca ese tuit me quedó con la memoria de un Marlon Brando crepuscular y el sonido candente del saxo de Gato Barbieri. Con Puyi antes de la caída junto a su querido maestro Reginald Johnston (Peter O’Toole). Con ciento y un diálogos e imágenes cosidos de forma permanente a mi memoria. Gracias por tanto, maestro.