Opinión

Tiempos de demagogia

Según la RAE, la demagogia sería la práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular. Una degeneración de la democracia a la que apelan algunos políticos para conseguir el poder y mantenerse en él. Dicho de otro modo, invocar prejuicios, emociones, miedos y esperanzas de la gente para ganar el apoyo popular, mediante el uso de la retórica, la desinformación, la agnotología y la propaganda política. O sea una estrategia apoyada en un discurso plagado de falsedades y la potenciación y manipulación de la ignorancia. No hace falta fijarse, con especial cuidado, en el panorama político que nos rodea para percibir todos esos rasgos en alto grado.

La demagogia es tan vieja como la política. Mucho más incluso que la palabra que acabaría definiéndola y que Aristófanes empleó, por primera vez, en Los Caballeros, el 424 a. C. Un vocablo que no tardaría en adquirir las connotaciones negativas que hoy tiene. Ayer, hoy y siempre necesita para su eficacia un discurso primario y reiterativo, con poco respeto por la verdad; basta con que su contenido conecte con lo que los destinatarios del mismo quieren oír. Su alcance dependerá de los medios utilizables para su difusión en cada momento. Hoy sus posibilidades en este sentido son mayores que nunca antes.

En otro sentido, la demagogia se agranda, hasta el límite del peligro, cuando la POLÍTICA, entendida como ejercicio para el bien común, se reduce a la lucha por el poder y a su usufructo partidista. En ese momento los políticos no contribuyen a resolver problemas generales, sino a crearlos o a magnificarlos. Algo que se percibe por una parte de la sociedad con el natural desagrado. Sin embargo la respuesta no siempre es suficiente. La demagogia contamina no solo a quienes se hacen cómplices voluntarios de ella, sino incluso a quienes, declarando su intención de combatirla, acaban empleando esquemas dialécticos y lenguajes demasiado parecidos a los que «pretenden» desterrar. Peor aún, concediéndola algún tipo de justificación

Informada por la mentira, necesita reinventar sus mensajes una y otra vez, a partir de sus propios mecanismos. Porque como afirmaba Lincoln, en frase archiconocida, «se puede engañar a todo el mundo por un tiempo –o al menos intentarlo, diríamos, con esperanza de éxito– pero no a todos siempre». Lo peor sucede cuando en sus formulaciones, pretendidamente renovadores y progresistas, se repiten expresiones no solo de ínfimo valor intelectual, sino un tanto preocupantes por su violencia, ancladas en tópicos rancios. Un ejemplo próximo de esta renovación de la nada lo tenemos en la demonización de los ricos, por el hecho de serlo, o la santificación de los pobres por su misma condición. Aunque el ideal del pobre sea, curiosamente, hacerse rico. La demagogia sigue asentándose en la confrontación permanente y en la ruptura de la convivencia hasta la eliminación del «enemigo». Categoría en la que pueden acabar todos, ya que consciente o inconscientemente, una sociedad obediente a la demagogia, en cualquiera de sus manifestaciones, es una sociedad cautiva de sus peores instintos.

El demagogo se asemeja al charlatán de feria, pero el vendedor de lociones contra la alopecia o de peines para calvos es menos dañino que el embaucador político. Tenía razón Macaulay en su Historia de Inglaterra, al advertir que en cualquier época, los especímenes más viles de la naturaleza humana se encuentran entre los demagogos. Siendo esto cierto lo más conveniente sería neutralizarlos. Para ello no olvidemos que la demagogia es un puente entre una frustración social de la que arranca y otra mayor a la que conduce. Habrá por tanto que atender a los motivos de la desilusión que la preceden y tratar de corregirlos, pues la contumacia en el error propicia la aparición del demagogo y su «autolegitimación». Se deberá evitar a toda costa que la incapacidad de regeneración del propio sistema acabe dando la impresión de que, frente a su ineficiencia, solo queda la respuesta demagógica.

La degeneración del lenguaje deja el campo libre al ruido y la aparente comunicación se transforma en mera repetición. Las características técnicas de los nuevos medios con su demanda de simplificación en todos los órdenes, la fugacidad del acontecer y el enorme volumen de información, que comprimen al máximo el tiempo disponible para su posible análisis, crean el ámbito especialmente favorable a las prácticas demagógicas. La demagogia es enemiga de la reflexión. El éxito del demagogo exige la ignorancia como rasgo característico de sus víctimas; su incapacidad para pensar; un notable nivel de idocia y una visceralidad, alimentada por el rencor, hasta los dominios del odio...

Nos asomamos a momentos de intensificación del electoralismo que ahoga, de forma continua, la actividad política. Estamos en los pródromos de una campaña electoral que se perfila intensa, de aquí a mayo. Apuntan pues tiempos de demagogia galopante; malos tiempos contra los que habremos de defendernos o pagaremos el alto precio que representa la pérdida de libertad, aumento de crispación y mayor división entre nosotros. En nuestras manos queda la posibilidad de resistir a la farsa; a la estafa moral que supone la desvirtuación de la democracia. Ahora, especialmente en el momento esencial, el de acudir a las urnas.