Opinión

Desigualdad versus Democracia

Hay un consenso generalizado en todo el mundo, desde el Fondo Monetario Internacional hasta el Papa Francisco, pasando por multitud de personas del entorno académico y profesional, que está levantando la alerta porque la desigualdad económica se ha desbocado en las últimas décadas, sobre todo al interior de los países.

Si miramos hacia arriba veremos cómo la concentración de riqueza en el 1% de personas con más recursos no ha hecho más que aumentar durante años y ya supera la mitad de la riqueza mundial. Si enfocamos hacia abajo, y a pesar de la positiva e imprescindible reducción de la miseria experimentada sobre todo en países como China e India, la pobreza se perpetúa agudizada por los conflictos, el calentamiento global y la mencionada crisis de desigualdad. Solo en un año, 2018, la fortuna de los milmillonarios se ha incrementado en un 12%. Esto significa que han obtenido 2500 millones de dólares al día, mientras los 3800 millones de personas que constituyen la mitad más pobre del mundo vieron cómo su magra riqueza se reducía en un 11%.

Son datos reveladores, y muy preocupantes, de la investigación anual que realiza Oxfam en todo el mundo sobre la desigualdad y cómo afecta a las vidas de las personas más pobres. El mapa de las brechas llega a todo el mundo, pero nos preocupa especialmente en algunos de los países donde estamos presentes. Un ejemplo es Nepal, donde nuestro informe muestra cómo un niño o niña que nace en una familia pobre tiene el triple de probabilidades de morir antes de cumplir los cinco años que uno de un hogar rico.

Sobre las consecuencias de esta desigualdad también existe un consenso básico entre numerosas fuentes. La brecha se convierte en abismo en muchos lugares, incluida España, donde la desigualdad ha afectado muy especialmente a una de cada seis familias de clase media, especialmente afectadas por la crisis y que no han conseguido beneficiarse de la recuperación. Para empezar, la desigualdad propicia un menor crecimiento económico, que además es menos sostenible ambientalmente, así como serias dificultades para luchar contra la pobreza. Esto último lo sabemos no solo por estudios, también por nuestra experiencia cotidiana con las comunidades más pobres de África, Asia y América Latina. Otra consecuencia aceptada es el grave impacto que la desigualdad extrema tiene en la ruptura de la cohesión social y el debilitamiento de los sistemas democráticos. Varios análisis muestran que los países con una menor desigualdad presentan una mayor estabilidad y fortaleza de sus instituciones y mayor calidad de sus sistemas democráticos. A la inversa, los países fuertemente desiguales donde las brechas se ahondan presentan, en su mayoría, más fragilidad e inestabilidad. Esto tiene un impacto negativo en la economía, ya que la fragilidad institucional y las tensiones sociales comportan más riesgo para la inversión económica, sobre todo para la inversión de calidad, que apuesta por la permanencia y la rentabilidad a medio plazo. Son lugares que solo resultan atractivos para inversiones especulativas, de rapiña a corto plazo, las cuales aprovechan ventajas puntuales, logradas por una influencia política desmedida.

Una sociedad dual, con grandes diferencias entre pobres y ricos, donde la clase media se ve reducida y amenazada, sufre más polarización e incluso conflictos y violencia. Más de 50 estudios, informes e investigaciones de diferentes instituciones han demostrado a lo largo de una década cómo la violencia ciudadana está correlacionada con la desigualdad económica. Lo saben y sufren las personas de muchas ciudades de América Latina y África, pero también de algunos países desarrollados con grandes diferencias económicas y sociales. Los efectos de la desigualdad extrema en el interior de los países, en sus comunidades y familias, son devastadores. No es ya solo la pobreza y vulnerabilidad que cercena las oportunidades de tener una vida digna. Es también la percepción de un beneficio desmedido para unos pocos, raras veces fruto del mérito o del talento, que acaparan recursos y rentas del país. El descontento, incluso la rabia y el agravio, constituyen el mejor caldo de cultivo para que surjan en nuestras sociedades opciones radicales y polarizadas que tienden a enfrentar a pobres contra pobres por un empleo precario o por otros recursos sociales escasos. La respuesta no está en el igualitarismo, superado también hace décadas. Sin embargo, resulta imprescindible frenar esta carrera hacia el abismo que supone que los más ricos del mundo, de cada país, de cada territorio, acaparen cada vez más. Es insostenible y solo puede conducir a opciones políticas extremas, en el mejor de los casos, e incluso a la ruptura de algunos de los consensos democráticos básicos para la convivencia con los que se articula nuestra sociedad desde hace décadas.

Una fiscalidad más justa, suficiente y progresiva, un gasto público eficiente y orientado hacia la protección social de la población más vulnerable, y un empleo digno y menos precario, son los elementos esenciales para enfrentar la crisis de desigualdad que se está experimentando en todo el mundo.

Mejorar el equilibrio económico y social, y minimizar las brechas en todo el mundo, es imprescindible para lograr más cohesión. En definitiva, en plantear una vida mejor para todos, también para quienes más tienen.