Opinión

Diplomacia en tiempos de cólera

No hay duda de que estamos viviendo tiempos de cólera. Basta con salir a la calle y observar de qué modo las protestas, incluso de los taxistas o sus contrincantes, se tornan violentas y quienes pretenden representarnos se manifiestan incapaces de resolver problemas elementales. Porque ya nadie se pregunta por cómo llegar a lo fundamental: si no existe en el horizonte otra solución que nos lleve a la reforma del sistema único y global capitalista, ¿resta fuerza intelectual suficiente para conjurar los males distribuidos en esta Tierra convulsa y mal ordenada? Siglos anteriores fueron más fecundos en esperanzas. Porque es posible que una mañana el señor Trump se levante malhumorado y mal asesorado –como es habitual–, se le encienda alguna lucecita y la emprenda con Venezuela, el país rico en petróleo del mundo, aunque empeñado en una continuada degradación social alimentada por países, resurgidos de una inacabable guerra fría sin sentido, entre los que destacan Rusia y China. El primero, «tomará todas las medidas necesarias» para no perder lo invertido. El segundo, que lleva ya aportados 54.000 millones de dólares, tratará de defender sus intereses. Es más que probable que los asesores hayan descubierto una rendija, llamada Juan Guaidó, autoproclamado presidente de una transición personal, que trata de sustituir a Maduro, sucesor de Chávez, quien gobernó en tiempos de petróleo caro. Se exhibe apoyado por militares de alta graduación. Pero la población venezolana mantiene el recuerdo de haber sido potencia en Latinoamérica, desde la que se expandía riqueza y hasta cultura. Algunos recordarán aquella envidiada «Revista de Cultura Venezolana».

La agobiante presión internacional, con una deuda económica insalvable, parte de la población huyendo hacia Colombia y la que permanece, políticamente dividida, trata de alimentarse en supermercados casi vacíos. En esta situación a Trump se le ocurre apoyar al presidente de la Asamblea Nacional como presidente interino, aunque sin base legal. A Guaidó le apoya el prelado Baltasar Porras: «ilegitimidad en el ejercicio del poder» y EE.UU. reconoce a Vecchio, hombre de Guaidó, como encargado de negocios venezolano, mientras se difunde la cifra de 450 presos políticos, e incluso el cónsul en Miami opta por la opción golpista, porque se enfrentan ante un golpe de estado, de momento incruento –en un ámbito de violencia generalizada que soporta el país–. Todo ello se realiza bajo los lemas de contradictorias democracias (se aprobó una nueva Constitución bolivariana en 1999) y restricciones a la libertad de prensa. A España y a la Unión Europea no se les ocurre otra cosa que plantear un ultimátum para convocar nuevas elecciones en un plazo de ocho días. Nadie puede dudar de la escasa habilidad política del presidente o ya ex-presidente Maduro, quien en sus primeras manifestaciones declaró deleitarse con el pajarillo que le visitaba en nombre de Chávez, ya enterrado con amplios honores. Maduro celebró en mayo de 2018 elecciones generales, que generaron dudas desde su convocatoria por las que fue reelegido, pero la comunidad internacional cierra los ojos ante regímenes más represivos. Fue Trump quien tomó una decisión que ignora tantos países (y no hace falta recurrir a Arabia Saudí). Uno de sus asesores mostró un posible envío de 5.000 soldados a Colombia. Y la primera medida económica ha consistido en bloquear depósitos, fruto de las diarias remesas petrolíferas al gigante americano. El monocultivo, el sangriento petróleo, acaba en desastres.

El agobio venezolano es más que dramático. Su ética popularista se inspira en una posición antiyanqui, fruto de múltiples intervenciones en Latinoamérica, que parecían haberse superado. Pero EE.UU. vuelve a convertirse en aquel «gran garrote» que vigilaba «su» Continente. Deberíamos valorar el oscuro papel de la diplomacia, si así puede calificarse, del actual presidente estadounidense, afectado por deslices rusos, acuciado por el comercio chino y escasamente sólido en problemas internos, por no mencionar su obsesión por un Muro que le aísle de México (otra Gran Muralla) que justificará su lugar en la historia. Antes de promover este revolcón, apoyado por la nueva ultraderecha, podrían haberse utilizado sutiles movimientos diplomáticos que no se reducen tan sólo a cócteles y escenarios televisivos. Los auténticos diplomáticos facilitan caminos y evitan confrontaciones, aunque Trump no sirva como modelo, porque la auténtica diplomacia se sostiene en informaciones veraces y huye como de la peste de las pródigas mentiras que a diario suministra el original mandatario de cabellera tan original. Tal vez en las llamadas «ciencias políticas» convendría añadir otra asignatura sobre la elaboración de mentiras que sobrevuelan, gracias a la nueva tecnología informativa, a gran velocidad cualquier rincón. Contribuyen a la inestabilidad y a la cólera de los sufrientes ciudadanos. Los diplomáticos hubieran tenido –y tal vez tengan todavía– una gran tarea en esta desolada Venezuela aislada, empobrecida, infeliz, desgastada por malos gobiernos. Nuestro presidente optó por el trazo grueso y calificó a Maduro de tirano. El calificativo –y cierto desdén por la diplomacia– chocan con aquella posición dialogante de Rodríguez Zapatero. A la espera de las manifestaciones ya convocadas el futuro no parece halagüeño.