Opinión
Torino
Quienes no vivimos emociones fuertes (drogadicciones, líos extramatrimoniales, engancharse a una serie televisiva de los años 90, de esas de 13 temporadas...), nos aferramos a la comida para experimentar algún subidón químico. Yo, verbigracia, voy al restaurante La Torino, en Barajas o en Cuzco, para degustar unas increíbles empanadas argentinas de mozzarella y un rissoto que es una cremosa delicia de arroz. Aunque también sirven asados argentinos exquisitos, no como mucha carne. Y, cuando lo hago, rezo antes pidiéndole perdón al pobre animal difunto que me sirve de sustento. Soy una especie de desequilibrada y contradictoria Marie Kondo del tema carnicero, a Dios rogando, pero con el tenedor y el cuchillo dando. Tengo tantas alergias, intolerancias y prejuicios gastronómicos que no puedo permitirme prescindir de comer carne de vez en cuando, ante el riesgo de contraer botulismo o alguna otra porquería típica de la alarmante escasez de vitaminas de una dieta deficiente, moderna y ridícula. En este tiempo incierto, la comida es un problema gordísimo, nunca mejor dicho. Proliferan programas televisivos para gourmets y/o garrulos, secciones gastronómicas en periódicos, recetas en internet. Pero, pese a la abundancia de información sobre el pan sin gluten nuestro de cada día, la mayoría no comemos bien. Antaño, los ricos estaban obesos perdidos, y los pobres flaquitos. Los que tenían buenas rentas criaban mantecas gloriosas, acorde con sus boyantes cuentas corrientes, y los que no poseían más que una digna pobreza, no tenían ni celulitis. A los pobres les sentaban mucho mejor los harapos que a los orondos ricachuelos la levita que no disimulaba su tripamen. Nunca como ahora, a lo largo de la historia, tanta gente había comido tanto. Cierto que aún quedan muchos lugares donde hay hambre, pero son pocos comparados con el pasado. El milagro lo ha producido la agricultura industrial, la globalización alimentaria, la industrialización de la nutrición... Aunque nuestro cuerpo sigue sin estar preparado para el interminable festín posmoderno. Por eso engordamos cada vez más. Los sapiens estamos hechos para pasar 13 horas diarias caminando desesperadamente hasta encontrar algunas bayas indigestas que llevarnos a la boca, no para la distancia que va del sofá hasta una turbadora nevera llena de comida chatarra retractilada. Es más sano, placentero, ir a La Torino. (Andando desde Ávila, si hace falta).
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