Opinión

Pedagogía y ley

Llamé por teléfono al maestro Raúl del Pozo y le expliqué que escribiré a diario del juicio. Algunos nos hicimos reporteros por el hechizo de sus crónicas cuando los procesos de Roldán y Mario Conde.

Le pedí un título a la serie y él, que vio salir a Armstrong hacia la luna y a miles de «hippies» copulando en sacos de papel en la Isla de Wight, y que ha marcado a varias generaciones enganchado a la literatura y la libertad, respondió automático: «Separatistas ante los ropones». Le di las gracias, colgamos, me conecté a internet y empezó el jolgorio.

El de ayer era un día grande para la democracia y el Estado de Derecho. Para quienes consideran que fuera de la Constitución no hay más alternativa que el imperio de los hombres crueles. Los paladines del golpe insurreccional estaban al fin sentados delante de los jueces. No recibirán el trato de un robagallinas, por más que lloriqueen sus palmeros. Pero tendrán que responder por un delito que en países como EE UU podría acarrear la cadena perpetua. Y adiós, aunque sea durante la vista, al imperio de la propaganda. Frente a los mensajes hiperventilados de la humillada Colau, contra el detritus propagandístico de quienes aspiran a asimilar España y Venezuela, la santa paciencia de unos jueces que escucharon con cara de póker los desbarres de los abogados.

Cuando hablemos de este juicio conviene mirar por el retrovisor de la historia. Aunque sea para entender que estos lodos tienen un rastro. El proceso del Proceso, el más decisivo que afronta la democracia española desde la causa contra los responsables del intento de golpe de Estado del 23-F, no puede entenderse sin lo ocurrido en 1984. Cuando los fiscales presentaron una querella contra Jordi Pujol por el caso Banca Catalana, entidad de la que se habían evaporado decenas de miles millones de las antiguas pesetas. El nacionalismo en pleno tocó el tambor y llamó a la resistencia. Los poderes del Estado, con la acomplejada sumisión de la derecha y la absoluta catatonia de una izquierda entregada al relato manufacturado por sus colegas barceloneses, resolvió ocultar las putrefacciones y disimular los latrocinios en aras de unos supuesta realpolitik.

Como escribió Mikel Arteta, «le brindaron a Pujol la opción de envolverse en la cuatribarrada, que todo lo repele. Previamente se había introducido en la Constitución, con calzador, la distinción entre nacionalidades y regiones». Treinta y tres años más tarde, los hijos políticos de Padrecito volvieron al lugar del crimen. Pero esta vez el objeto del desfalco no eran las cajas fuertes. Lo que estaba/está en juego es la comunidad política. La soberanía compartida. La existencia misma de España como «implantación institucional y territorial de los derechos de los ciudadanos españoles» (Fernando Savater).

La abogada de Carme Forcadell, Olga Arderiu, considera que el juicio vulnera el principio de «inviolabilidad parlamentaria». «Todos los derechos de la Constitución se han vulnerado en esta causa», dijo Andreu Van den Eynde, defensor de Oriol Junqueras.

Por momentos, uno habría jurado que los jueces, poco acostumbrados a tolerar semejantes afirmaciones, habían pasado varios días en un monasterio budista, de tan hieráticos como lucían.

Igual que conviene subrayar los desmanes políticos, las capitulaciones del Estado, las sucesivas humillaciones, revolcones, piruetas y entregas, que tanto contribuyeron para forjar el espejismo de impunidad en el que se han desenvuelto los encausados, resultaba hermoso comprobar que en el banquillo no se sentaban más que los presuntos jefes de una organización criminal que habría conspirado para romper el orden constitucional.

Casi a la misma hora en que arrancaba el juicio, dos directores de cine, Álvaro Longoria y Gerardo Olivares, directores de la cinta «Dos Cataluñas», producida por Netflix, devolvieron en Berlín el premio Cinema for Peace. Se lo había entregado la noche anterior el prófugo Puigdemont, que aprovechó para vomitar un discurso entre el «agitprop» y las «fake news».

Longoria y Olivares dicen sentirse víctimas de una manipulación. Alguien debería de haberles recordado que la supuesta neutralidad de su cinta nunca fue tal, al apostar por una equidistancia no ya imposible, sino directamente obscena entre los defensores de la democracia y quienes niegan la condición de ciudadanos al resto de sus paisanos. Más o menos como aquella pelota vasca en la que Otegi, en onda Monty Python, largaba en plan majara sobre las hamburguesas, las vacas y el sentido de la vida.

Torra, siempre impecable en su afán por caricaturizarse, sostiene que el juicio es «un acto de venganza contra un pueblo que puso sus cuerpos contra las porras». A sus señorías les corresponde ahora la tarea de expurgar los testimonios, analizar las pruebas y calibrar los hechos. Su misión tiene un componente añadido, digamos que pedagógico, pues mediante el milagro del «streaming» los niños españoles, algunos de ellos reputados editorialistas y politólogos, disfrutarán del privilegio de volver a la escuela. A ver si entienden que el ordenamiento jurídico no es una cataplasma al margen de la democracia, sino su propia garantía de supervivencia. El aval necesario para que los derechos de todos no sean calcinados.