Opinión

Carisma

En el siglo XX hubo grandes liderazgos. Abundaban los líderes extraordinarios. Incluso Hitler –extraordinariamente malvado– poseía ese toque especial atribuido a los dirigentes de masas: carisma. En origen, «carisma» tenía un significado religioso, aludía a la «gracia divina»; incluso ahora el diccionario recoge esa acepción: un don gratuito que Dios concede a las personas en beneficio de la comunidad. No puede decirse, por seguir con el ejemplo de Hitler, que ése fuera su caso, pero digamos que el carisma que poseía estaba relacionado con un poder increíble de seducción sobre gran número de personas, con esa otra connotación del carisma: la capacidad para atraer y fascinar.

Como decía Ernst Franz Sedgwick Hanfstaengl, cercano a él y víctima relevante de la subyugación que producía Hitler en los demás, el líder nazi era «una especie de médium capaz –por no sé qué fenómeno de inducción o por ósmosis– de hacer suyos y de expresar los temores, las ambiciones y las emociones de la nación alemana toda entera». (No está mal, teniendo en cuenta que Hitler era austriaco). Su carisma no radicaba tampoco en el atractivo físico, del que carecía (pésimo representante de la súper-raza que propugnaba). Ni siquiera era fotogénico. Al contrario de líderes occidentales que potenciaron su carisma gracias a su belleza, como John F. Kennedy (XX) o el propio Obama (XXI).

Sin embargo, un pintor frustrado como él, de una inteligencia que brillaba... por su ausencia, y de porte físico tirando a ridículo, se convirtió en un ser divinizado, integrado en la mitología de su tiempo, capaz de hablar el lenguaje de las masas, que abrazaba a las niñas que le ofrecían hermosos ramos de flores, y acariciaba frente a la cámara a sus perros con la misma ternura con que Stalin miraba –muy de vez en cuando– a los campesinos Koljosianos. Los líderes del siglo XX creaban entre sus ciudadanos un fenómeno de identificación y endiosamiento a la vez, eran vistos como la parte elevada del pueblo que, sin embargo, los representaba.

Se convertían en el gran amor de masas enfervorizadas, que los seguían ciegamente, incluso hasta el desastre (como en el caso de Hitler), moral, histórico y humano. Hoy –visto así, diremos que por fortuna– no hay líderes extra-ordinarios. Suelen abundar, más bien, los súper-ordinarios.