Opinión
Vistas
Hace unos días estuve en la Ribera, un valle precioso de Asturias, valga la redundancia (decir «Asturias» y «lugares bonitos» es un pleonasmo de torneo). Pero estas líneas no van de bellezas naturales, ni de paisaje o paisanaje. (Bueno, un poco sí que van...). En un momento dado, mis amables acompañantes me llevaron a un bello paraje que terminaba en una suerte de mirador natural. Las vistas eran emocionantes, de esas que le cortan a una el resuello.
Al fondo de un camino, una instalación industrial cortaba el paso. Habían colocado una valla para impedir que los posibles excursionistas accedieran por una cornisa, quizás buscando hacerse un selfie «de alto riesgo», y que, en el memo empeño de usar su tiempo en actividades de-constructivas que alimenten de contenidos las insaciables redes sociales que adoran las chorradas, se les fuera un pie, y tras escurrirse se pegaran un trastazo contra las peñas, dispuestas unos metros más abajo, y con toda la pinta de poder romper colodrillos como si fuesen sandías. Me dijeron que la empresa había levantado aquel muro, digno de Trump, porque la zona recibía muchos visitantes, y temía que alguno se pegara un melonazo y luego demandara a la compañía exigiendo «una jugosa indemnización». «Así, como no hay manera de entrar, se evitan problemas», aclararon... Esto hizo que me acordarse de un amigo, que residió muchos años en Estados Unidos; me contó que tenía una vecina que no trabajaba, sino que vivía (literalmente) de las indemnizaciones que conseguía de un sitio y otro.
El método de la señora consistía en caerse adrede en una cafetería y demandar a los dueños por tener «un pavimento deslizante». Aún sin fractura en los huesos, se pasó tres años diciendo que «le dolía» el tobillo, sin que ningún médico pudiera justificar su malestar... ni desmentirlo. Demandó a Google por acceder a sus datos personales, aunque ella misma había otorgado el consentimiento de acceso. Y demandó a mi amigo por tener gato. «Así es el mundo de hoy», pensé con una extraña inquietud aferrándose a mi estómago, y provocándome un mareo que tenía poco que ver con la altura a la que se asomaba el mirador, «un mundo en el que uno pide indemnizaciones por comportarse como un idiota. Y, a menudo, las consigue».
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