Opinión
Los militares y la Transición
Quisiera, con el corazón en la mano, contarles cómo he vivido la evolución política española a lo largo de mi carrera como marino de guerra y ciudadano de a pie. No intento erigirme en portavoz de nadie y mis afirmaciones serán inevitablemente subjetivas; probablemente, incluso, alguno de mis antiguos compañeros de armas no las compartan totalmente. Pero a mi edad –puesto ya el pie en el estribo– la única ambición que se suele tener es la de contar la verdad, al menos tu verdad. Mi punto de vista, pues, es el de un oficial que alcanzó el empleo de Teniente de Navío durante el régimen del general Franco y el de Almirante –el más alto al cual puede aspirar un Marino– en pleno periodo democrático constitucional.
Los ejércitos españoles al comienzo de mi carrera eran leales al régimen, más por considerarse herederos de aquellos que vencieron en nuestra Guerra Civil que porque Franco hubiese invertido mucho en las Fuerzas Armadas. Pero la victoria da mucha moral, incluso en un contexto tan devastador como el de una guerra civil. Al decir Fuerzas Armadas me refiero a los cuadros de mando –oficiales y suboficiales– pues la tropa y marinería en aquellos años era casi toda de reemplazo y venía y se iba como en un carrusel que gira cada vez más deprisa. Entonces, pocos de los cuadros de mando –incluso en sus escalones más altos– tenían cargos políticos, pues el general Franco se estaba progresivamente rodeando de prestigiosos profesionales civiles. Así que la lealtad al régimen estaba originada más por factores morales que por ventajas materiales o profesionales para los militares y era la natural expresión del patriotismo que reside en el fondo de cualquier ejercito del mundo. Tras la profesionalización de las Fuerzas Armadas iniciada en 1996, la naturaleza básica del compromiso de los oficiales y suboficiales se extendió a la tropa y marinería, pues todos servíamos voluntariamente y el peor castigo que podíamos sufrir –caso de merecerlo– era echarnos fuera del ejército.
Los militares de mi generación no teníamos a los políticos –contemporáneos e históricos– en gran consideración. Los responsabilizábamos del fracaso de la convivencia española en los turbulentos años que siguieron a la pérdida de la América hispana y casi un siglo después, la de Cuba y Filipinas. Creíamos que el origen real de la tragedia de la España de los siglos XIX y XX eran los políticos llamando a la puerta de los militares tras fracasar en sus proyectos. Esta mala opinión que teníamos de los políticos se agudizaba especialmente al recordar su conducta en aquellos experimentos que fueron las dos Repúblicas –teóricamente más racionales que la Monarquía–, pero que acabaron en sendos caos.
Cuando el general Franco muere a finales de 1975, sin más sucesor que el entonces Príncipe Juan Carlos, las Fuerzas Armadas –que en aquellas fechas no eran mayoritariamente monárquicas– aceptan su voluntad y empiezan a descubrir lentamente que sí podían existir políticos –de derechas e izquierdas– con altura suficiente para liderar un difícil proceso de evolución desde un régimen autoritario a otro plenamente democrático de representación parlamentaria. Aquella Transición donde todos –políticos y militares– cedieron fue un momento estelar de la Historia de España. Todos tuvieron que renunciar a mucho y –solo un ejemplo– la Armada pasó de tener un ministro a ser una organización dos escalones por debajo en la administración del Estado. Y no digamos nada de las Cortes franquistas que aceptaron ser disueltas, no como consecuencia de una derrota, sino porque esa era la voluntad del nuevo Rey. Los comunistas y aquellos socialistas herederos de Largo Caballero también tuvieron que renunciar a mucha de su ideología por la que habían luchado y muchos, muerto. No fue nada fácil para nadie. Los militares iniciamos también un difícil proceso para transformarnos desde un ejército de vencedores de un bando a otro de guardianes de la seguridad de todos los españoles, fueran cual fueran sus ideas políticas. En este trance de la Transición fue fundamental para nosotros la voluntad del Rey y el recobrado respeto –con cierta sorpresa– por los políticos. El intento de golpe de estado del 23.02.1981 no contó con el respaldo de las Fuerzas Armadas como demuestra que fuera un simple teniente coronel de la Guardia Civil su protagonista principal y tras la confusión inicial y constatar que el Rey no respaldaba la intentona
–fueran cual fueran los malentendidos previos– se sostuvo el orden constitucional.
Los políticos actuales –en general– no demuestran la categoría de aquellos que protagonizaron la Transición, no porque su calidad personal sea mala, sino porque las reglas del juego los malean. Esta es, naturalmente, una opinión personal formada tras observar como el prestigio de Felipe González, Alfonso Guerra o José María Aznar –entre otros– crece exponencialmente después de dejar la política activa y pasar a convertirse en estadistas. No todos claro, pues siempre quedara algún Zapatero que otro insistiendo en zascandilear sin reconocer su responsabilidad.
Los largos años que quedan por la proa hasta normalizar la situación en Cataluña y conseguir que no se ataque más la convivencia nacional en escuelas y medios de comunicación públicos representan un desafío tan difícil como el de la Transición. Para estabilizar las autonomías necesitamos políticos a la altura de nuestro actual Rey; como aquellos a los que debemos tanto.
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