Opinión

Debates de la discordia

Suele ocurrir que el partido que tiene más al alcance la victoria, sobre todo si está ya en el poder, se niega a participar en un debate electoral, público y abierto, desarrollado en un campo neutral. El medio más poderoso para estas confrontaciones sigue siendo la televisión, a pesar de la influencia creciente de las redes sociales en el voto joven. Los encargados de la campaña de cada candidato saben que el que va por delante tiene mucho que perder; por el contrario, el que va a la zaga pone su confianza en darle la vuelta a la situación provocando algún error clamoroso del contrario. En estos espectáculos cara al público cuentan más los errores que los aciertos. De ahí el interés del que va por delante en las encuestas en encorsetar el debate, en los acuerdos previos, privándolo de espontaneidad y de interés. Cada cual llega con el papel, que han preparado sus asesores, bien aprendido. Y no se salen de él.

Esto es lo que ha venido pasando hasta ahora en España en estos debates de la discordia. Cuando dominaba el bipartidismo, esta especie de duelo al sol entre dos contrincantes tenía más sentido y hasta más emoción, si bien no se recuerda ninguno de estos mano a mano que hayan dado la vuelta a las encuestas. Hasta el 25 de mayo de 1993 no asistimos aquí a uno de estos rifirrafes. Los protagonistas fueron un emergente José María Aznar, después de la refundación del PP, y un decadente Felipe González, envuelto en las nieblas de la corrupción socialista y de los GAL. Aparentemente Aznar ganó el primer embate, y el ojeroso líder socialista se tomó la revancha días después con su habilidad dialéctica. Pero el debate sirvió para comprobar que estaba acabado.

Hasta el 25 de febrero de 2008 no hubo otro enfrentamiento directo entre el presidente del Gobierno y el líder de la oposición, con una segunda vuelta y cambio de moderador una semana después. Zapatero y Rajoy, dos amigos en la vida real, que estudiaron en el mismo colegio, debatieron a cara de perro, como obliga la política cuando se convierte en espectáculo. Cada bando creyó que había ganado su representante. Ya se sabe que estos debates sirven sobre todo para afianzar el voto de los titubeantes y envalentonar a los convencidos. Parece que en esta ocasión el recuerdo de la guerra de Irak favoreció al socialista y perjudicó al registrador de la propiedad, uno de los políticos españoles con mayor y más elegante capacidad dialéctica, que tuvo que pagar de su bolsillo, sin comerlo ni beberlo, la foto de las Azores.

El 7 de noviembre de 2011, con el inevitable Campo Vidal de moderador, Mariano Rajoy se tomaría ampliamente la revancha en su cara a cara electoral con el inteligente y maniobrero Alfredo Pérez Rubalcaba. El nuevo líder socialista de ocasión fue arrastrado por la herencia de Zapatero en forma de tsunami económico. Fue la primera víctima política de una crisis mal prevista y peor tratada. Con debate o sin debate habría ocurrido lo mismo. El Partido Popular arrasó en las elecciones y se enfrentó, con un indudable mérito al complicado reto de sacar a España adelante. Este sería el último debate a dos. En gran manera por los efectos de la tremenda crisis, que afectaron negativamente a amplias capas sociales, el mapa político se descompuso y surgieron nuevos partidos que exigieron, a partir de entonces, un lugar en la mesa del debate. Con esto se entró en un tiempo de turbulencias políticas, que aún no hemos superado. El siguiente debate electoral en la televisión el 7 de diciembre de 2015 presentaría cuatro contrincantes: Rajoy (PP), Sánchez (PSOE), Iglesias (Podemos) y Rivera (Ciudadanos). En la segunda vuelta participaría Sáenz de Santamaría, la primera mujer en estos menesteres, que sustituyó en el espectáculo a Rajoy, que brilló por su ausencia.

Y en esas estamos. Ante la nueva cita con las urnas, la mesa del debate volverá a estar bien nutrida. Incluso cabe que tengan que dejar un hueco para el representante de Vox, que viene abriéndose paso a mandoble limpio. Si no lo admiten a la reunión como si le prestan una silla, Abascal estará presente en el debate para preocupación de unos y de otros. A alguno puede salirle el tiro por la culata. En esta ocasión, más que la economía, decidirá la crisis catalana, culpable del pentapartido y del actual desbarajuste político. Nunca unas elecciones se presentaban tan inciertas como éstas. Hay un ciento de escaños en el aire cuando arranca la campaña. En tres meses se renuevan todas las instituciones del Estado, y hay dos bloques enfrentados. Los errores se pagan caro. Cualquier cosa puede pasar.