Opinión

César y Dios

Tal día como ayer, un martes de Pascua, pero del año 30, unas personas se acercaron a Jesús para preguntarle si era lícito pagar el tributo al césar. Las malas traducciones del texto señalan que respondió: «Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios». El episodio ha sido objeto de constantes malinterpretaciones, generalmente interesadas, a lo largo de los siglos. Hay quien justifica sus mentiras alegando que Jesús no respondió ni sí ni no. No faltan tampoco los que pretenden que el pasaje justifica una obediencia absoluta al estado similar a la que debe dispensarse a Dios. Así lo pretendió Hitler, pero también ZP, ambos justificando leyes inicuas. Ninguna de esas interpretaciones hacen, en absoluto, justicia ni a lo recogido en las fuentes históricas ni a la respuesta de Jesús. Al responder a una pregunta formulada con el claro ánimo de atraparlo, Jesús no suscribió ni la tesis contraria a pagar el tributo procedente de los nacionalistas judíos ni la favorable a hacerlo sostenida por los herodianos aliados de Roma y los dirigentes judíos acomodaticios al poder extranjero. Jesús pidió que le enseñaran la moneda y preguntó de quién era la efigie que aparecía en ella, un detalle que, dicho sea de paso, muestra hasta qué punto tenía escasísimo contacto con el dinero. Tras verla, concluyó que había que «devolver – literal – a César lo que era de César y a Dios lo que era de Dios» (Mateo 22, 21; Marcos 12, 17; Lucas 20, 25). Semejante respuesta difícilmente podía contentar a unos o a otros, pero, como muy bien habían reconocido previamente sus interlocutores, a Jesús no le importaba la opinión de los demás sino que amaba la verdad. Por un lado, Jesús aceptaba el pago del tributo e incluso reconocía que el gobierno de César podía exigir que le devolvieran lo que daba; por otro, era obvio que no era permisible anteponer los intereses de los políticos a los mandatos de Dios al que todo es debido. Semejante respuesta excluía tanto mentir como otorgar al estado un poder absoluto sobre sus súbditos paralelo al poder de Dios. Por el contrario, dejaba claros los límites de ese poder: los de devolver lo que era propio. Nada más. La respuesta –veraz, inteligente, profunda– además impidió que Jesús pudiera ser acusado de nada. No está de más recordarlo.