Opinión
Todo lo que me repele de Greta Thunberg
No me gustan nada los niños que hacen cosas. Y no me refiero a esos niños que comen arena en los parques mientras sus madres se entretienen con los móviles. Ni los que gritan y patalean, ni los que dibujan en las paredes o meriendan mocos. Esos están haciendo lo que se espera de ellos, que sean niños. Me refiero a los Joselitos y las Marisoles, a las pequeñas rubias con permanente y labios pintados cuyas norteamericanas madres suben a una pasarela para que otros adultos digan que es la más guapa de entre las de siete, a los que cantan como los ángeles o cocinan como su difunta abuela que en paz descanse ante tres cámaras, España entera y una modelo/actriz/presentadora de sonrisa permanente. Me refiero a los niños prodigio que hacen cosas de adultos delante de adultos para goce y disfrute de adultos. Hasta tal punto llega mi fobia que mi amiga Esther y yo nos fastidiamos mutuamente enviándonos vídeos de niños que cantan o bailan con el único fin de demostrarnos nuestro cariño arruinándonos el día. Ese es el nivel.
En esto pensaba mientras escucho a Greta Thunberg, la activista de 16 años nominada al Nobel de la Paz, pidiendo en el Parlamento Europeo medidas inmediatas contra el cambio climático. Absolutamente todo me repele de esa situación: Ver a una niña de 16 años, vestida y peinada para aparentar doce, diciéndole a un auditorio lleno de adultos a los que presuponemos competentes y preparados lo que deben hacer. Ver a todos esos adultos, a los que seguimos presuponiendo competentes y preparados, emocionarse ante las palabras estudiadas de una adolescente disfrazada de párvula y agachar la cabeza, abochornados por el rapapolvo, convencidos de que lo merecen. Ver a toda una sociedad, complacida, celebrando que algo así ocurra y a unos medios condescendientes difundiendo ese hecho como un acontecimiento único y digno de admiración. Acabáramos.
A veces tengo la sensación de que llegué tarde el día de la hipnosis colectiva y no estoy reaccionando como el resto ante la palabra de inducción al trance. Donde todos ven a una niña adorable y concienciada con el planeta, yo veo a una adolescente manipulada y utilizada ideológicamente, exageradamente infantilizada. Y me hago cruces pensando dónde están los servicios sociales cuando se les necesita. Nos alarmamos, nos indignamos y nos golpeamos el pecho ante un abuso a un niño, y no es para menos y más que deberíamos hacerlo, cuando se trata de sus cuerpos. Pero ni siquiera nos inmutamos cuando es su psique la que está siendo utilizada por adultos para conseguir unos fines, por muy loables que estos puedan ser o parecer. No nos enojamos cuando se instrumentaliza a un crío para lograr aquello que sin él no se conseguiría, como se está haciendo con Greta. Un niño es un niño y no puede y no debe ser utilizado y abusado de ninguna de las maneras. No deberíamos consentirlo y mucho menos aplaudirlo.
Está claro que la aparición de Gretas (de momento es una, pero me apuesto un brazo y no lo pierdo a que acabaremos teniendo una Greta por cada causa justa) no es casualidad. En una sociedad como la actual, donde cada vez más las emociones se imponen a los argumentos, donde se desprecian los datos y se apela a los sentimientos, no hay nada mejor que, precisamente, potenciar esa reacción emotiva y visceral de lo irracional. ¿Y qué hay más emotivo que un niño? Pocas cosas. Quizás un oso panda bebé. Pero claro, meter un oso panda bebé en el Parlamento Europeo y esperar que diga algo coherente es demasiado pedir. Mucho mejor un niño, dónde va a parar. Que al menos sabe leer lo que le escribimos.
No, en serio ¿Alguien piensa que un experto con sus cifras,
sus argumentos, sus estudios minuciosos y sus sesudas explicaciones conseguiría
la mitad de lo que ha conseguido esta niña con sus trenzas, sus sollozos y sus
razonamientos simplistas? Ya lo digo yo: NO. Y se nos tendría que caer la cara
de vergüenza a todos. Porque estamos poniendo por delante las emociones a las
razones.
Y mientras nosotros ladeamos la cabeza, al más puro estilo Jose Luis Perales, y juntamos las manitas, en ese gesto universal de estar pensando “ay, mira qué mona”, Greta, con su TDH y su autismo (insisto: ¿dónde están los servicios sociales cuando se les necesita?), se pasea por el mundo pidiendo medidas efectivas para detener el cambio climático. Pero ¿Qué medidas, Greta? Porque decir que hay que reducir la emisión de gases de efecto invernadero para acabar con el cambio climático es tan estúpido como recomendar no violar para acabar con las violaciones. Pura entelequia. Lo que necesitaríamos son recomendaciones reales, concretas y estudiadas, planes precisos elaborados por expertos. Datos y cifras. No generalidades y simplezas idealistas de difícil realización declamadas, con el equilibrio justo y medido de inocencia, sentimentalismo y confianza, por una tierna infante a la que a saber qué adulto le ha escrito el discursito y ha explicado cómo actuar.
Voy a dejar a un lado mi particular fobia por los niños prodigio y el repelús que me producen. Voy a apartar mis sospechas particulares y mi teoría de que detrás de cada niño exageradamente concienciado, sea cual sea su causa y por muy justa que nos parezca, hay siempre adultos conscientes del efecto que causa una criatura inocente y su valor a la hora de conseguir en un segundo que prescindamos de la racionalidad para lanzarnos a los brazos de lo emotivo. Olvidando todo esto incluso y dando por válido que fuera este un fenómeno totalmente espontáneo, que Greta un día se levantó y, en lugar de pensar en chicos y en salir con sus amigas, decidió convertir a sus padres al veganismo, prohibirles viajar en avión y lanzarse a las calles, pancarta en mano, a manifestarse para salvar el planeta, no compro que lo aplaudamos. Esto no tendría que haber pasado de una medallita de cartón de su clase de ciencias (incluso con un poco de purpurina me parecería bien) y, quizás, un estrechamiento de manos por parte del alcalde de Estocolmo de visita en su colegio. Pero llegar a dar su discurso en el Parlamento Europeo, ser considerada una de las voces más prominentes contra el cambio climático (Virgen santa) y estar nominada al Nobel de la paz no es más que un síntoma del tipo de sociedad en que nos estamos convirtiendo. Una sociedad pueril, desilustrada y miope. Una sociedad que prefiere escuchar a la niña de las trenzas antes que a un científico cargadito de razones.
Probablemente, si Ortega y Gasset levantara la cabeza,
diagnosticaría que la rebelión sentimental de las masas es, efectivamente, la
razón verdadera de nuestro gran fracaso.
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