Opinión
Aquel Rubalcaba
Que me perdonen los candidatos, pero el comienzo de esta última campaña se nos desdibuja, definitivamente. Pierde interés, porque llevamos meses y meses inmersos en un monótono túnel electoral al que no acabamos de intuirle la salida. Y por otro lado, ahí tenemos a Alfredo Pérez Rubalcaba. Su situación inesperada, crítica, límite tras sufrir un ictus nos recuerda lo efímero de esta vida. Estamos de paso, no más. Hoy te escribo desde aquí y mañana...¡vete a saber! Rubalcaba nos duele, se le reconocen los servicios prestados. En él convergen hoy los mismos calificativos, da igual de qué ideología procedan o quién los pronuncie. Nadie en este país duda de la elevada inteligencia y sagacidad que demostró durante tantos años, desenvolviéndose en la selva del poder entre unos y otros, como pez en agua, manejando más información que nadie, para bien o para mal, señor de las tinieblas. Sus galones de «político brillante, de los que ya no quedan» –no paro de escucharlo– se los ha ganado Rubalcaba por su experiencia como hombre de Estado, superviviente, en tiempos complejos y en diferentes destinos a lo largo de varios gobiernos socialistas, por su papel clave en la historia de esta España reciente, por su labor fundamental al frente del Ministerio del Interior hasta que pudo, al fin, corroborar y hablar públicamente del cese de la actividad armada de ETA y del triunfo de la Democracia. Me viene hoy a la cabeza la rueda de prensa en la que le vimos, cosa rara en él, con voz entrecortada, recordardo a sus compañeros asesinados por los terroristas etarras en aquellos años de plomo, ésos que reviven ahora las páginas del fantástico bestseller «Patria», de Fernando Aramburu. Recuerdo que ese día, viéndole hablar del final del terror, me emocionó observar en él un llanto contenido. No nos tenía acostumbrados Rubalcaba a mostrar la más mínima sensibilidad. Otro momento en que el cántabro fue aclamado como «Alfredo» por los suyos fue aquella despedida, en formato mitin, de la secretaría general de PSOE. Le cedía el testigo a Pedro Sánchez y, esta vez sí, juraría que intuí una lágrima en su rostro y el detalle, lo reconozco, me enterneció. «El PSOE no me debe nada, yo se lo debo todo al PSOE», eso dijo. Y lo creía, verdaderamente.
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