Opinión
Madrid cambia todo
La política contemporánea pertenece cada vez más al reino de lo epidérmico. Las viejas clasificaciones, izquierda/derecha, definen con arreglo a prejuicios tan nebulosos que hay quien todavía cree que una sofista como Ada Colau
es progresista, o que sea factible pactar con el carlismo nacionalista vasco desde un paraje distinto al de la más estricta carcundia. Lo que nadie podrá discutir es que Pablo Casado salvó el partido a cinco segundos de que sonase la campana. En Madrid Manuela Carmena perdía la alcaldía mientras que el PP, que arrancó la noche en el cementerio recuperaba un pulso arrítmico. No porque los resultados fueran buenos, que no, sino porque conservaba feudos como Málaga, acumulaba más concejales que nadie y, sobre todas las cosas, recuperaba Madrid. Y Madrid, Madrid, Madrid, es y seguirá siendo capital de la gloria. Con lo que la búsqueda de culpables, la previsible escabechina en Génova, queda aplazada al tiempo que Casado ganaba el privilegio de pilotar la transición de su partido. Una de esas raras ocasiones en las que los constitucionalistas, podrán consolarse con la evidencia de que mientras resista Casado se evita que los cabezas de huevo al cargo de los sondeos logren convencer al partido de que lo más rentable a nivel electoral es asumir el relato plurinacional, federal asimétrico o confederado tutti frutti. Renunciar a la pelea contra los nacionalismos, a la consagración de un republicanismo laico, o sea, limpio de adherencias románticas, habría sido trágico. Aunque para catastróficos los resultados de Podemos, que hace cinco años estaba listo para desbancar a un PSOE grogui y hoy tendrá difícil conseguir que el césar Sánchez, ave, le conceda un ministerio, así sea de deportes, festejos, yincanas y agasajos. Desde luego que el presidente ha consumado la más asombrosa reinvención posible del PSOE. Nadie ha comprendido mejor el guión de estos tiempos líquidos. Abandonadas las grandes
causas, los argumentos clásicos, los puntos cardinales que iluminaron durante décadas la transición de la sociedad agrícola y el auge industrial, el poder bendice a quien mejor convoque las guerras culturales. El hombre del Falcon no concurría a estas elecciones,
pero la galerna del 28 de abril, su triunfo apoteósico, provocó un mar de fondo imparable y sus olas amenazan con merendarse las últimas playas del enemigo. Del gobierno bonito al libro autobiográfico que le escribe un tercero y su legendario cambio de somier, del relator que no fue al Borrell disparado hacia Europa y antes, en el principio y como núcleo irradiador, el rotundo no es no es no es no y etc. que tanto ilusionó a González, Guerra o Rubalcaba, Sánchez supo forjarse un chaise lounge a la medida de sus imperiales ambiciones. A diferencia de sus principales rivales no tuvo que cabalgar contradicciones pues carece de principios. Bastaba con seguir los consejos del hombre que susurra al oído de los mejores atletas electorales y ser uno de esos candidatos afeitado de todo fundamento, dispuesto a correr los cien metros lisos de la mercadotecnia y encantado de servir como contenedor al antojo del consiglieri de turno. En cuanto al gran cáncer, con epicentro en Cataluña, donde hace apenas año y medio sufrimos un intento de golpe de Estado, nada resulta más devastador que el triunfo de ERC o el segundo lugar cosechado por Colau. Avanzaba la tarde/noche y descubrimos a unos socialistas regresados desde la noche de los muertos vivientes para pelear con los Comunes. Manuel Valls, el gran político catalán, seguía emparedado por la letal dupla de los populistas y nacionalistas. Divididos estos entre secesionistas, o xenófobos orgullosos, y catalanistas o xenófobos vergonzantes. Pero ya entiendo que a los españoles no parece importarnos la situación de los ciudadanos descreídos del catecismo identitario; tampoco la igualdad real, que no consiste en pelear por los pronombres, aunque la alegría sea alta, sino discutir hasta la empuñadura el cuento identitario. Ciudadanos, que durante tantos años lideró el combate, habría consumado su inteligentísima apuesta. Diseñada con mimo para renunciar a la mitad del ADN del partido, a buena parte de las coordenadas con las que había nacido, a cambio de un sorpasso tan exitoso que amenaza con no suceder nunca... mientras facilita las victorias de un PSOE encantado de coquetear con todos los nacionalistas imaginables y al que finalmente renuncia a colocar ante el espejo de sus vaivenes.
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