Opinión
Pedro el guapo, año I
El 1 de octubre de 2016 Pedro Sánchez presentaba su dimisión como secretario General del PSOE. A finales de mayo de 2017 –apenas ocho meses más tarde– recuperó la poltrona. Un año más tarde presentaba una moción de censura que ganó con 180 votos a favor, 169 en contra y una abstención. Desde el 2 de junio de 2018 nos gobierna un tipo al que los mejores de su partido catalogaron en su día de fraude. Un busto inane, un majo, del que decían que cantaba en tres idiomas pero carecía de principios. Alguien capaz de posar delante de una bandera española de chorrocientos metros cuadrados y de entregar la presidencia del Congreso de los Diputados a una señora, Meritxell Batet, a la que el PSOE multó por votar a favor del «derecho a decidir». Una joya, la dama, que ronea de ser profesora de Derecho Constitucional con un currículum de guasa y a la que nadie conoce trayectoria investigadora alguna. Con esa tropa, con el PSC de PasqualMaragall y José Montilla, un partido ávido de recuperar mando y reconciliarse con las impresentables élites empresariales catalanas, a las que se la bufa todo y lo primero nuestros derechos políticos mientras mantengan engrasado el mercado nacional y el flujo del parné. Ha forjado el Guapo un Gobierno empeñado en explorar las vías federalistas y las combinaciones confederales y aserejé, habida cuenta de los grandiosos éxitos cosechados por los partidarios de contentar mediante la dimisión del Estado a la insaciable bicha identitaria. Con todo, la gran falla moral sanchista consistió en presumir que ascendía al trono aupado por una coalición «Frankenstein» (Rubalcaba dixit) urgido por la carcoma de la corrupción y aureolado por una irrenunciable vocación de presidente interino. Lejos de convocar elecciones, tal y como prometió cuando presentó la moción de censura contra Rajoy, dedicó los siguientes diez meses a esculpir su efigie en piedra sin importarle la fragilidad de un Gobierno compuesto solo por 84 diputados, la calidad de sus alianzas, la dramática hora de España y las promesas que él mismo formuló al plantear la moción de censura. Por fin había vengado la afrenta de su expulsión. Tenía barra libre para atreverse a soñar. Apenas necesitaba emplearse en la escabechina interna, gobernar a golpe de encuesta, hacer del CIS un órgano de propaganda a costa de malversar las series históricas, ignorar las ínfulas regenerativas que había planteado para RTVE, que el Partido Socialista siempre ha dirigido con un nepotismo idéntico al Partido Popular, y hacer de la política nacional una guerrilla fake en imparable sesión continua. Desde la chapuza a cuenta de los restos de Franco a las perversas humillaciones del frente democrático en Cataluña, de la bochornosa negociación con los golpistas catalanes, incluida la vejación de la Abogacía del Estado en el juicio por el referéndum ilegal del 1-O y añadidos, desde las patéticas salvas en favor del disparatado feminismo de cuarta ola, del que en realidad ignoran todo, a los viernes sociales con pólvora ajena, sus ministros lucieron un empaque partisano similar al de Ana Belén, Victoria Abril, Ariadna Gil, Loles León, Jorge Sanz y Miguel Bosé en Libertarias. A falta de músculo en el legislativo puso el BOE al servicio de la causa. Su causa. Sabedor de que buena parte de sus potenciales votantes prefiere la defenestración del enemigo a la alianza constitucional con una derecha a la que no reconoce legitimidad alguna, ha patentado con fortuna el gobierno emoticono. Pedro Sánchez, un año en el gobierno, ha hecho de José Luis Rodríguez Zapatero, que ahora sabemos que ofreció Navarra a la bestia, o Mariano Rajoy, feliz en la perpetuación de un ecosistema que servía al chantaje nacionalista a cambio de votos y chollos, los equivalentes meridionales de un Franklin Delano Roosevelt. Hay que ver con qué apostura vende su traición el Guapo y lo contentos que desfilamos hacia la kamikaze balcanización de un país con las costuras al rojo y los xenófobos crecidos.
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