Opinión
La niña muerta
«No me voy a andar con rodeos: voy a estar muerta como mucho en diez días. Mi lucha ha terminado. Por fin voy a ser liberada de mi sufrimiento». Con estas palabras, publicadas en la red social Instagram, se despedía la niña Noa Pothoven de la vida. Dejó de comer y beber el pasado junio (ya no asistía a clase) y finalmente –las circunstancias no están del todo claras– se le facilitó sedación o alguna substancia letal rodeada de «padres, amigos y todos los seres queridos».
El pozo de dolor en que ha estado esta cría es imposible de calibrar. Violada reiteradamente de niña, desarrolló depresiones, anorexia y un deseo de poner fin a su vida que comenzó cuando, a los 16 años, acudió a pedir la eutanasia (en Holanda es posible hacerlo a esa edad, a espaldas de los padres). Noa había estado en tres instituciones para menores y la madre se queja de falta de ayuda para ingresarla en un psiquiátrico.
Estaríamos enfermos si centrásemos nuestro análisis en la legitimidad o no de su muerte, o en la moralidad de la eutanasia o el suicidio. Hay algo previo a todo esto. Un espanto natural ante la escena de una cama instalada en la sala de estar de la casa, donde una adolescente se va dejando morir a la vista de sus impotentes parientes, seguramente entristecidos también. Un asombro ante la publicación regular de todo ello. Primero, en un libro que fue un bestseller, «Ganar o aprender», y en el que Noa reveló todos los aspectos de su calvario; después, en sus publicaciones habituales en Instagram hasta el anuncio final de su muerte. ¿Por qué tenía necesidad la chica de que todos supiesen, instante tras instante, lo que le ocurría?
Alrededor de nosotros se expande un impulso narcisista que hace más fuerte el deseo de ser conocido que el de vivir. Como si el foco estuviese en la sociedad, no en el yo. Y una progresiva falta de razones para la existencia. Una sociedad que ha aceptado el matarse como un mal menor, incluso un bien. Que está familiarizada con el crecimiento progresivo del número de eutanasias y, desde luego, con el debate sobre su conveniencia.
Esta Europa cansada ya no tiene fuerzas para reproducirse y abomina de los inmigrantes que se reproducen. Esta Europa sin horizontes espirituales, aterrorizada ante la sola idea del sufrimiento, parece padecer de una manera en que ningún otro continente lo hace. En los escenarios de miseria y de hambre menudean los ejemplos de personas sin piernas y sin comida que pelean con arrojo. Aquí, ponemos una cámara y nos dejamos morir rodeados por los seres queridos.
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