Opinión

En el laberinto navarro

Navarra es el último reducto del fuerismo vascongado, el postrer bastión del carlismo derrotado por el general Espartero que, tras el Abrazo de Vergara, mantuvo su poder institucional en la Diputación Foral cuando la región, en 1841, dejó de ser reino para convertirse en provincia de la Monarquía. La singularidad de Navarra, vista con la perspectiva que hoy importa, es que, cuando tras la muerte de Franco, se reconfiguró el mapa político, en ella el fuerismo logró mantenerse con vigor –encuadrado primero en la UCD y asentado luego en UPN– frente al ascenso del nacionalismo sabiniano. O sea, lo contrario que en el País Vasco, donde el PNV supo trastocarse a tiempo, obviando su colaboracionismo con el franquismo, para hacerse con la gobernación autonómica.

Sin embargo, los tiempos han cambiado, el viento de la historia sopla desde hace algunos años para otro lado y el fuerismo se retrae dejando una parte creciente del espacio político de Navarra para el nacionalismo, tanto en su vertiente «jeltzale» como en su manifestación «abertzale». Entretanto, el socialismo navarro –que fue gobernante en la segunda mitad de los ochenta y, perdido el poder, logró reeditarse efímeramente a mitad de los noventa– ha sucumbido, como en todas partes, a la idea de que el nacionalismo es una versión singular del progresismo, mientras aspira al dominio de las instituciones.

Este es el extraño contexto, el laberinto en el que, tras las últimas elecciones, se desenvuelve la futura gobernación de Navarra y de España.

La aritmética parlamentaria es, al parecer, sencilla. La coalición Navarra Suma, representante del centro derecha, podría gobernar en minoría si el Partido Socialista se lo autorizara. Pero una coalición de la izquierda con el nacionalismo jeltzale tendría la misma posibilidad con la aquiescencia del nacionalismo abertzale.

Los de UPN ofrecen a cambio a los socialistas una abstención en la investidura del doctor Sánchez, aunque su corta aportación puede no ser suficiente. Por otra parte, a la vertiente más independentista del PNV el cambalache de UPN-PSOE no le gusta porque aleja a Navarra de su deseada fusión con el País Vasco; y amenaza por ello con no votar al líder socialista. Éste, además, juega con la implícita amenaza de una investidura fallida y unas elecciones generales adelantadas. O sea, el lío. Y puede durar, pues en Navarra hay tiempo para deshacer la madeja hasta el 26 de agosto, antes de que sea obligado convocar unas nuevas elecciones. Por eso no es nada extraño que el PSOE esté diciendo en estos días una cosa y su contraria, que su líder regional, María Chivite, sea autorizada y desautorizada simultáneamente para negociar un acuerdo que la eleve a la presidencia, mientras sólo conversa con Geroa Bai, Podemos e Izquierda-Ezquerra, pues relacionarse con Javier Esparza no parece progresista. Todo es vanidad, presunción, mera conjetura porque en este juego las tinieblas se ocultan tras la verborrea pública.

Y el futuro de España, lejos de despejarse, se ensombrece.