Opinión
El poder en su laberinto
Bajo este epígrafe no me refiero, únicamente, al ejercicio postelectoral al que asistimos, con algo de perplejidad y mucho de resignación, durante las semanas que siguen a los últimos comicios de abril y mayo. Esta es una escenificación menor. A pesar de que, más allá de las urnas, se demuestre, en pocos días, como buena parte de los electores votaron algo que ha terminado por ser otra cosa bien distinta de lo que deseaban. Esta es la primera gran hazaña de la política, en la que unos cuantos reconducen la voluntad popular, de inmediato, a través de lo que se llama «capacidad de pactar». Claro que, a tales alturas, el sufrido votante ya no cuenta para nada en esa especie de mercado persa. Se supone, por tanto, que no está dotado de la cualidad sublime que se exige en tan difícil juego del «compro, vendo, cambio», al que asiste como mero espectador. Pero ¡qué descanso! los ciudadanos nunca valoraremos, suficientemente, el rápido cambio que supone convertirnos en meros espectadores y sufridores de nuestro futuro inmediato.
Mientras, ¡pobres políticos! qué vida tan azacaneada. Un sin vivir. Alcanzar el poder exige esfuerzos, angustias y «virtudes» varias que, definitivamente, no están al alcance del común de los mortales. Ese ejercicio demanda transitar por complicados vericuetos, disfrazados de Teseos amateurs, y afrontar riesgos «incontables». Muchos, desde luego, no se pueden contar, porque el escándalo sería mayúsculo. Pero una vez alcanzada la meta, ¡qué satisfacción invade a tan arriesgados héroes! Claro que, de inmediato, la pregunta siguiente es ¿y ahora qué?
En ese momento el político cree haber llegado a la salida. Ha salvado sus intereses personales; pero es entonces cuando el poder político ha entrado en su verdadero laberinto. Un enredo en el cual trata de justificar su papel, en un marco cada vez más complejo de difícil convivencia con nuevas formas de poder, frente a las que no encuentra fórmulas de armonización, ni demuestra capacidad para controlarlas.
Este proceso no es exclusivamente español. Un panorama similar, aunque con diversas variantes, puede apreciarse en otros países de nuestro entorno. El ejemplo del Reino Unido es uno de los más llamativos de los últimos tiempos. En un alarde de perspicacia british ha pasado del laberinto europeo al doméstico. Algo parecido ocurre también en un nivel superior, dentro del marco de esa Europa burocratizada que cada día deviene más necesaria, a la vez que va perdiendo relevancia en el horizonte mundial y diluye la confianza de sus propios ciudadanos. Pero aun en las potencias hegemónicas ocurre algo semejante, aunque sea en apariencia, por otros motivos. Un vistazo a los casos de Estados Unidos, China o Rusia así lo evidencia. Las contradicciones que envuelven el poder político alcanzan también ahí dimensiones alarmantes y, en ocasiones, nos sitúan al borde de conflictos cuyas consecuencias intenta disimular.
Los grandes retos de la humanidad relacionados con la demografía, la destrucción progresiva de la naturaleza, la creciente desigualdad, la automatización del hombre, la frustración de amplios sectores sociales, ... no encuentran respuesta adecuada desde el poder. PODER y POLÍTICA reducidos, en ambos casos, a lo minúsculo de las ambiciones personales y partidistas, a las satrapías ideológicas, a los egoísmos insolidarios de algunos sectores, ...., atrapados, en suma, por la ineficacia y la corrupción se han instalado en su propio dominio. Desde esa «isla mínima» ejercen sobre el resto un efecto perturbador, inducido por sus contradicciones, inventando problemas, en muchos casos, en lugar de ofrecer soluciones.
El poder se convierte así en una expresión logomáquica resumida en la política que, como escribía M. Espinosa, no es más que la simpatía del poder hacia sí mismo. Un poder cuya práctica, apartándose de las grandes cuestiones derivadas del desafío del porvenir, encuadrado entre lo utópico y lo posible, se autoexcluye del reto de la historia.
Esta circunstancia afecta a cualquier sistema sea cual fuere su naturaleza, con las matizaciones que se quiera. La falta de capacidad para responder a las demandas de los ciudadanos, disimulada con discursos retóricos, impulsa frustraciones cada vez mayores, y bueno sería considerar que este camino no tiene un recorrido ilimitado. Día a día adquieren mayor gravedad los retos del nuevo tiempo y con ello se acentúa la imagen de incompetencia, y las incongruencias de un poder anclado en esquemas poco eficientes.
Ante esta situación no habrá soluciones mágicas, pero resulta imprescindible acometer, cuanto antes, una profunda autocrítica y desarrollar el esfuerzo regenerador que la mayoría exige. Podría ser que el poder, en su proyección asimétrica creciente sobre una realidad cada vez mayor y más compleja, se haya convertido a estas alturas en el gran problema a solucionar, con urgencia, para el futuro de la Humanidad. La «sacralización» de la democracia, sustentada en la falta de adecuación al nuevo tiempo, degenerada en la superficialidad y la manipulación, amenaza con transformarse en una variante del absolutismo. A este respecto me viene a la memoria un pasaje del discurso de Roa Bastos, pronunciado al recibir el «Premio Cervantes», hace treinta años. El personaje central de Yo el Supremo, el trasunto degenerado de don Gaspar Rodríguez de Francia, estaba muerto sin saber que lo estaba, víctima de su derrota ante la realidad.
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