Opinión

Una mala salud de hierro

Hace algunos años se solía decir que España no era Italia, en referencia a la capacidad de la sociedad italiana para vivir sin gobierno. Se pensaba que los españoles, menos dinámicos, menos acostumbrados a la autonomía, dependíamos más de los políticos que nuestros vecinos. Es de suponer que esta opinión habrá entrado en crisis después de tres años y medio, cerca de cuatro, con gobiernos en funciones o en minoría, incapaces en cualquier caso de articular reformas de calado como las que se pusieron en marcha hasta 2016. Desde entonces hemos tenido tres elecciones legislativas, en 2015, 2016 y ahora 2019, sin resultados definitorios.

Y lo mismo indican el largo parto del nuevo gobierno socialista y la probable debilidad del nuevo ejecutivo, que tendrá que responder a demasiadas demandas y enfrentarse a situaciones demasiado dramáticas como para poder articular una política de alcance. La parálisis gubernamental, sin embargo, no ha impedido a la sociedad seguir su camino sin despeñarse, al menos en lo económico y en lo social. En todo este tiempo hemos seguido creciendo a un ritmo notable, cerca del 3%, y ha continuado la creación de empleo. Hay síntomas de agotamiento, como el endeudamiento, la persistente baja productividad, una menor alegría en el consumo. Pero aunque los problemas de fondo de la economía y la sociedad española no se van a resolver pronto, tampoco la ausencia de gobierno real ha perjudicado excesivamente al país. Una de las paradojas de este asunto es que el desorden profundo que traduce la incapacidad de poner en marcha gobiernos estables no se traslada del todo a las apariencias.

Algunas instituciones clave (la Corona, la Justicia, los cuerpos y fuerzas de seguridad) y el conjunto de la administración siguen funcionando. E incluso los gobiernos, aun siendo precarios, no lo parecen por la permanencia de las mismas caras y la escasa frecuencia de crisis gubernamentales, por no hablar de la continuidad de las políticas forzada por la fragilidad de los elementos dirigentes. Así que España resulta una realidad asentada, autónoma, mientras sirve de escenario a una clase política cuyas tácticas, gesticulaciones y maniobras tienen poco que ver con ella. Se dirá que los españoles podían votar de otro modo. Sin duda, pero también es cierto que a partir de ahora será más difícil tomarse en serio los anuncios apocalípticos.