Opinión
Ghettos para viejos
Mis hijos crecen. Y lo noto en muchas cosas, pero también en que ya solo uno, el de doce, está en edad de ser discriminado en los hoteles de turismo para adultos. Ya lo saben: hay hoteles que permiten perros, pero no niños. Y por lo que se ve, cada vez son más en nuestro país.
Está claro que un espacio sin niños –sobre todo si tiene agua– resulta infinitamente más tranquilo, porque no hay quien se tire de bomba, se grite de un extremo a otro del recinto o juegue a la pelota dentro de la piscina; pero también que la falta de paciencia con este tipo de comportamientos tiene mucho que ver con el envejecimiento de la población. Somos un país de viejos. Y nos gusta que nuestro entorno se comporte como tal: sin demasiado ruido, ni demasiadas risas, ni demasiados saltos, ni demasiada música.
Empecé a darme cuenta de que los años pasaban no solo para los demás, sino también para mí, cuando comencé a decirle a mis hijos que bajaran el volumen de su vida. Y más allá del respeto a la convivencia, que exige cierta paz y calma de cada uno, para procurar la paz y calma de los otros, lo cierto es que, cuando ya nos molestan hasta los ruidos de las chicharras no es que los demás estén haciendo nada malo, es que tenemos una edad.
Los años pasan. Y por más que intentemos demostrar que somos inasequibles al envejecimiento, esa incapacidad para soportar una canción sonando a todo volumen o un poco de arena en nuestras toallas, nos delata y nos encierra en ghettos para viejos, aunque cuelguen el cartel de exclusivos.
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