Opinión

El espectro de Tiananmen

El 4 de junio de 1989, las autoridades comunistas chinas pusieron fin a un movimiento estudiantil prodemocracia, que había empezado el 15 de abril, masacrando una multitudinaria manifestación en la plaza de Tiananmen, la más grande del mundo, disparando desde tanques contra los manifestantes. El ejército reconoció unos 200 muertos, víctimas de balas perdidas. Nunca se entregaron cadáveres ni se dieron listas de víctimas. Revelaciones de documentos diplomáticos de los últimos años situaron las cifras en 10.500 muertos y unos 40.000 heridos. Los tanques dieron varias pasadas sobre los cuerpos yacientes, reduciéndolos a una pasta de carne, sangre y huesos, recogida con excavadoras, incinerada y evacuada por las alcantarillas.

La gran cuestión ante el movimiento de protesta en Hong Kong es si volverá a suceder lo mismo. Muchos de los manifestantes argumentan su empecinada resolución diciendo que luchan por su supervivencia. Ciertamente luchan por las libertades que disfrutaron durante noventa y nueve años como colonia británica, por más que nunca fueron ciudadanos británicos y no podían elegir a sus gobernantes, pero prosperaban protegidos de los sangrientos y ruinosos avatares de maoísmo por el civilizado gobierno del lejano Londres. Sin duda perciben esos derechos como algo vital para su existencia, para una existencia que valga la pena. Pero quien en esta disputa ve su supervivencia realmente comprometida es el Partido Comunista Chino. Lo que hizo en el 89 muestra lo que está dispuesto a hacer si llega a percibir que la amenaza sobre su futuro alcanza el mismo nivel de perentoriedad. Esa es la clave.

Los jóvenes protagonistas de la revuelta cuentan también, según dicen los periodistas metidos en el ajo, con que una repetición de Tiananmen tendría para el Partido un coste prohibitivo. Coste muy alto ciertamente, que Xi Jinping y su círculo íntimo sin duda tratan de aminorar, pero lo que a nadie debería pasársele por la cabeza es que cedan a las peticiones de la revuelta o que dejen que ésta se perpetúe indefinidamente. Mucho más acá de la supervivencia, la situación actual ya tiene su precio. Una manifestación de debilidad va contra los genes ideológicos de un partido comunista, mientras que una infusión de terror tiene también sus ventajas. Pero hay muchos otros inconvenientes que Pekín tiene que sopesar. Hong Kong es una pieza importante de la economía China, cuando su tasa de crecimiento disminuye de año en año, y un canal privilegiado, aunque, como se ve, peligroso, de los contactos con Occidente y el resto del mundo. Una masacre cerraría, por bastante tiempo, las ya poco prometedoras pero indispensables negociaciones comerciales con Estados Unidos. Aumentaría el creciente recelo de Europa respecto al gigante asiático, y los temores, que también van a más, de sus vecinos orientales y meridionales. Lo mismo sucedería con la desconfianza de los países que son socios indispensables para el magno proyecto de Xi, la llamada, en traducción del inglés, Iniciativa de Cinturón y Ruta: una gran versión de la histórica ruta de la seda, con modernas comunicaciones por tierra y mar.

Si la ostentosa concentración de fuerzas paramilitares de Pekín –policía armada– en las inmediaciones del «Área Administrativa Especial» tiene en primera instancia una intención disuasoria, no parece haber conseguido su objetivo. Sería lógico que buscase, en segundo lugar, sumadas a la policía del territorio, una superioridad de fuerzas tan abrumadora que pudiese desbaratar los actos de protesta a base de duros apaleamientos y otros medios de represión que la policía local ya está usando, con pocos incidentes mortales y algunos miles de detenciones de jóvenes que pasarán los próximos diez años de su vida en sórdidas cárceles o campos de trabajo del gran país. Quizás esto sea lo menos terrible que pueda esperarse. Derramemos al menos algunas lágrimas por su bravo pero alocado sacrificio. Desde luego, nadie va a correr en su ayuda. Trump, con sus erráticos tweets, ya lo ha dejado suficientemente claro, de manera manifiestamente mejorable, pero no sin razón.

En todo caso, el régimen especial de «un país, dos sistemas», del acuerdo entre Pekín y Londres para el traspaso de soberanía, con la conclusión en 1997 del arrendamiento de 1898, que incluyó también la retrocesión de algunas zonas que habían sido entregadas por China a perpetuidad, puede darse por prácticamente fenecido. Queda por ver cómo podrán mantenerse las extraordinarias libertades económicas de Hong Kong, las mayores del mundo, base de su gran riqueza, y beneficiosas para China, bajo un sistema de control político absoluto de Pekín.

Lo de «dos sistemas» estaba ya muy deteriorado. En el 2014 ya muchos de los que ahora se han echado a la calle paralizaron entonces el territorio durante 77 días, en una primera edición de la revuelta de los paraguas, porque una nueva ley electoral concedía a Pekín el derecho no sólo de rechazar candidatos a la Asamblea Legislativa, sino también impedir la toma de posesión a los elegidos que no eran de su gusto. La Asamblea dejó de ser el último resto de democracia. El «ejecutivo en jefe» ya era nombrado por el gobierno comunista. Ahora, y a pesar de que los jueces ya habían sido ampliamente depurados, una nueva ley que permite extraditar al continente, y por tanto ser allí juzgados, a quienes plazca a los mandamases comunistas, ha prendido la mecha que ha llevado al estallido actual. La «Ley Básica», Constitución en realidad, que debería haber garantizado el sistema democrático dentro del comunista, tiene, o de jure tenía, 50 años de vigencia, hasta el 2047. Maltrecha y agonizante, parece a punto de expirar de contradictio in terminis. Sin embargo, la enorme manifestación pacífica del domingo 18 se lo pone mucho más difícil a los jerarcas del Partido. Muchos observadores dicen que equivale a un «reinicio» del movimiento de protesta.