Opinión
Estado de excepción nacionalista
El estado de excepción, heredero de la «iustitium» contemplada por el derecho romano, emerge en la moderna regulación fundamental de los Estados ya en la Constitución del 22 de Firmario del año VIII, tras la Revolución Francesa, como una institución destinada a defender a la República de quienes quisieran destruirla. Se trata de suspender las leyes, de crear una situación anómica, vacía del derecho, a fin de poder restaurar, precisamente, la vigencia plena de las normas constitucionales. Ese mismo objetivo es el que inspira el artículo 116 de la vigente Constitución Española, aunque en nuestro caso la anomia está estrechamente limitada, pues no admite la suspensión del poder legislativo ni del principio de responsabilidad del Gobierno.
Sin embargo, no es ese estado de excepción el que ahora me interesa, sino aquel que se crea, por la vía de los hechos, cuando las leyes dejan de estar vigentes para una parte de los ciudadanos que, por su condición ideológica, ven menoscabados sus derechos. Tal ocurre, por ejemplo, cuando no se pueden expresar en su idioma materno, cuando la escuela discrimina a sus hijos, cuando son recriminados por disentir del poder, cuando les da miedo a expresar sus ideas políticas o cuando su libertad se ve trastocada por la ocupación ilegítima de las vías públicas. No se trata de una situación hipotética. Más bien ese es un retrato, incluso amable, pues no se alude en él a la violencia física y simbólica que lo acompaña, de la situación actual de Cataluña, donde en efecto se ha instaurado un estado de excepción nacionalista en el que la anomia se gestiona desde las instituciones regionales para excluir de la aplicación del derecho a quienes quieren ser, por encima de todo, españoles.
El escritor libanés Amin Maalouf ha señalado en su última obra que «cuando deja de ser posible ejercer las prerrogativas de ciudadano sin remitirse a la pertenencia ideológica, es que la nación entera se ha internado por la vía de la barbarie». Ante ésta nos encontramos, efectivamente, en una Cataluña que, después del «procés», ha dado rienda suelta a los peores instintos de quienes, sabiéndose dominantes, han decidido acelerar su ruptura con España. El problema no es, como ha reiterado el ministro del Interior, una mera cuestión de orden público, sino que se trata de un asunto político en el que se juega la unidad del país. Nuestra Constitución no establece, como la alemana, para los ciudadanos, un derecho de resistencia contra quienes tratan de abolir el orden democrático. Por eso ha de ser el Gobierno quien lo haga con los instrumentos ordinarios o excepcionales que en ella se regulan.
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