Opinión

Exámenes patrióticos

La agitación nacionalista en Cataluña ha impregnado a las universidades, una de las principales fuentes del capital humano volcado sobre la independencia. Ya se sabe, los estudiantes siempre en la vanguardia, aunque sólo sea porque la juventud es proclive a la transgresión, aun cuando sus argumentos –al menos los que yo he podido oír en los medios audiovisuales– son más bien endebles, impropios incluso de quienes se preparan para integrarse en la elite intelectual del país. El asunto tiene muchas derivaciones, pero la que más me llama la atención es que sus protagonistas no parecen muy dispuestos a sacrificar por la patria sus oportunidades de aprobar las asignaturas en las que se han matriculado. En mi generación, sin embargo, que es la última que se enfrentó en las aulas al franquismo, extendimos, al menos en una ocasión, la alteración del orden al ámbito de los exámenes, lo que nos llevó hasta septiembre para poder pasar el curso. No es que quiera presumir, pero me parece que entonces teníamos más cojones que estos señoritos embebidos ahora de rebeldía secesionista.

En esta semana, el sindicato catalán de estudiantes ha impulsado una huelga con el doble objetivo de lograr la amnistía para los sediciosos condenados por el Tribunal Supremo, y de imponer lo que denominan «evaluación única» para no perder el curso. Con esto último pretenden que no se les apliquen las normas establecidas en los planes de estudio para valorar su rendimiento –que incluyen pruebas continuadas a lo largo del curso y exigen la asistencia a clase–. Creo que, salvando las distancias, el precedente más notorio de esta reivindicación está en los «exámenes patrióticos» que, en el «Año de la Victoria» (1939), se aplicaron a los «alféreces provisionales» para premiarles con un título universitario su desvelo armado por la patria.

El caso es que una buena parte de las universidades catalanas han aceptado ya la reivindicación estudiantil. Sus rectores se han achantado ante la presión secesionista, e incluso han dicho que, con ello, «se garantiza el derecho al estudio … y también a la libertad de expresión». Ni que decir tiene que los respectivos Consejos de Gobierno lo han aprobado a pesar de que ni ellos ni los rectores tienen competencias para modificar el sistema de evaluación, ni siquiera provisionalmente. Un cambio así tendría que ser aprobado, para cada titulación, por el Consejo de Universidades, previo informe de la agencia regional de evaluación correspondiente; y una vez acordado, tendría que ser el Consejo de Ministros quien lo reconociera y ordenara su inscripción en el Registro de Universidades, Centros y Títulos. Tome nota el ministro de Ciencia para actuar en consecuencia.