Opinión

El disputado veto del señor D’Hondt

Lenta y cansina, como casi toda esta campaña-exprés, se acerca la hora de votar… una vez más. «Los ciudadanos que votaban demasiado», podríamos titular esta pieza recordando la célebre película de Hitchcock. Más que preguntarnos qué se ha hecho para merecer esto, que ya de poco sirve, resulta más perspicaz indagar sobre el carácter específico de esta nueva llamada a las urnas. No se trata, por más que se haya instalado en el vocabulario político, de una repetición de elecciones: estamos ante una nueva contienda seis meses después y, al igual que ocurriera en 2016, la gestión de esos meses en funciones va a ser también evaluada; quizás por menos votantes, que el hastío existe y la abstención se comprende, pero se va a votar sobre mojado.
El suelo se halla húmedo, en extremo resbaladizo, embarrado incluso por las diatribas entre unos y otros. Toda campaña electoral tiene aroma de batalla y por eso los partidos han utilizado todas sus armas de seducción masiva, aun corriendo el riesgo de que algunas estén caducadas por no ser de la última generación. Dicho de otra forma, que de tanto usar algunos argumentos o mantras estos pierden eficacia persuasiva porque, a estas alturas de la temporada, también el votante sabe demasiado y conviene no minusvalorar su capacidad de discernimiento.
Suele decirse después de cada elección que «el pueblo ha hablado». Otra cosa es que le escuchen. Interpretar los resultados es labor de los analistas, los medios de comunicación y, sobre todo, los políticos. Estos últimos son los que, en un sistema parlamentario como el nuestro, deben hacer posible la formación de un gobierno de acuerdo con esos resultados. Como el «zoon politikón» es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra de toque de su credibilidad pública, hétenos aquí que en sus manos volveremos a estar para que cumplan con esa obligación constitucional.
Son las elecciones del 10-N como una especie de segunda vuelta, si bien con todos los partidos otra vez presentes, incluso nuevos como Más País y otros reticentes hasta ahora como la CUP. Siguiendo con los símiles cinematográficos, nuestras Cortes Generales van camino de parecer el camarote de los hermanos Marx. La gobernabilidad se antoja de nuevo complicada por la aritmética parlamentaria resultante. Lejos cualquier opción de mayorías absolutas o amplias, el diálogo se hará de nuevo necesario. ¿Volveremos de nuevo a las líneas rojas, vetos y desprecios que protagonizaron los principales líderes políticos? ¿Estamos condenados a vivir un repetido día de la marmota?
Todo esta atmósfera moral que rodea los nuevos comicios no puede ni debe tomarse, sin embargo, a título de inventario. Cierto es que ya pasamos por una situación parecida y se salió de ella, pero no sin heridas: un PSOE dividido por el «no es no» de Sánchez, un gobierno del PP dependiente de filigranas parlamentarias para sacar adelante los presupuestos, un PNV que parecía consolidar al gobierno Rajoy y que acabó expulsándole de la Moncloa; y en medio de todo ello, el estallido de la insurrección independentista en Cataluña. Si es para que se repitan episodios similares a los mencionados, habrá que pensárselo dos veces. Son demasiadas las cosas que están en juego como para tomarse el voto a la ligera. Además, la desaceleración económica acelera.
En los albores de la Transición, el añorado y recordado Adolfo Suárez dijo al presentar en 1976 la Ley para la Reforma Política aquello de que era necesario «quitarle dramatismo y ficción a la política por medio de unas elecciones». No deja de resultar paradójico que, en 2019, unos comicios generales añadan dramatismo e incertidumbre a la vida política. Puede que el sentido del voto en las elecciones de mañana se dirija a las opciones que mejor representen, para cada elector, la salida a una situación de bloqueo institucional como la presente. Bien entendido que el diálogo va a ser necesario y que, en ese diálogo, tendrán más fuerza los planteamientos de aquellas fuerzas políticas que obtengan mejores resultados, tanto absolutos como relativos a los cosechados en abril. La tendencia al alza, a la baja o al estancamiento señalarán de algún modo a los culpables. Es el llamado «veredicto de las urnas».
Los treinta y tantos diputados que a buen seguro alcanzarán en conjunto los distintos partidos nacionalistas e independentistas no son la mejor tabla de salvación, por su manifiesta o dudosa lealtad constitucional, para construir un futuro estable a nivel nacional, pero son una tentación cercana en la que algunos pueden sucumbir. ¿Habrá la suficiente inteligencia política el día después para no tener que depender de ellos? Entretanto, la lucha se prevé encarnizada por los cocientes que reparten pocos pero valiosos escaños en las circunscripciones más pequeñas. Los ciudadanos y el señor D’Hondt, que vetará a los menos favorecidos por su sistema, tienen la palabra.