Opinión

Amor

Es tedioso bucear en las cosas ya sabidas. Un transitar por calles feas y palabras sobadas. A veces, así es la Navidad entre nosotros, la monótona cantinela de todos los años. Por eso nos entristecemos, creo, por eso se llenan las playas del Caribe. Y no es extraño, porque el ser humano no está hecho para repetir monótonamente. Las cadenas de montaje hacen enfermar a las personas, engatillan los músculos, ensombrecen las almas con depresiones umbrías.

El hombre ha nacido para sorprenderse, para descubrir. Ignoramos por qué exactamente, tal vez es un recurso adaptativo o un destino, pero los mejores entre nosotros son los que superan los límites establecidos y descubren el plus ultra, el más allá. Los poetas, que acarician las palabras hasta hacerlas nacer de nuevo. Los montañeros, que alcanzan cumbres sin hollar, o los astronautas, que pisan planetas. Los santos, que saltan barreras insondables, o los músicos, que expresan lo que llevamos en el corazón.

El asombro no responde a la planificación. Es un rato de risas con los amigos o un enamoramiento, que vienen cuando vienen y acontecen cuando les da la gana. Se puede anhelar un abrazo durante una vida entera y no recibirlo hasta el final, en el lecho de muerte. Se pueden fabricar mil cócteles y orquestas sin que suenen ni una sola vez del modo en que lo hace la guitarra improvisada de una moraga feliz en la playa.

La Navidad que desea el corazón no se fabrica. Es una liturgia que conmueve hasta las lágrimas, sin que sepamos cómo. Una reunión de miradas inesperadas. Una mesa llena de gratitud. Por eso, aunque sea inevitable hacer compras y cursar invitaciones, recorrer calles desbordadas de gente frenética y beber o comer porque sí, conviene reservar un instante a esa búsqueda que nos constituye. Al silencio interno que bucea en el deseo. Hagamos acopio de fuerzas en este espacio arcano, al menos una vez. El nombre de este silencio se llama, sencillamente, oración. Y sirve para mendigar que acontezca algo inesperado. Que suceda el temblor que nos haga comprender la emoción de estar vivos. Que sobrevenga el calor de la amistad, que salta por encima de las convenciones. La cena que reúne a los que se quieren. La risa que brota desbordada e inevitable. Las lágrimas de alegría que corren el rímel de las convenciones. El brindis por ti. La sorpresa única, imposible de comprar. Esa estrella rara, que aterrizó suavemente sobre un campo miserable para indicar paz. Que señaló un establo inverosímil. Que interrumpió las jornadas de la gente humilde, la que vive del trabajo duro, para hacer fiesta alrededor de un recién nacido. El amor.