Opinión
Negociar la Nación
En el debate público ha entrado con sorprendente facilidad la cuestión relativa a la existencia y naturaleza de la Nación española. Se habla incluso de la posibilidad de que los partidos políticos debatan sobre la existencia y naturaleza de la nación, como si de un asunto negociable se tratara.
La Nación española no puede ser consensuada por los partidos políticos, porque dichas asociaciones democráticas, relevantes e insustituibles, destinadas a conformar la voluntad política de los españoles, carecen de toda legitimidad para ello. Ni siquiera por vía de una reforma constitucional podría entrarse a resolver si España existe, si es una nación o deja de serlo, si el pueblo es único o múltiple, o bien si existe una voluntad popular o diversas voluntades, nacientes como estrellas novas, que pueden desfallecer y pasar a formar parte de la historia.
La nación española es muy anterior a la Constitución, la cual trae causa de la existencia de dicha nación, y no al revés. La nación no es una feliz creación de nuestra Carga Magna de 1978, sino que ésta es una norma fundamental adoptada por la primera. Desde el momento mismo en que se pretendiera definir, no digamos suprimir, la nación española por vía de una reforma constitucional, entraríamos en vía muerta, porque la nación española y su soberanía son el presupuesto de todo debate parlamentario.
La nación española no puede autodeterminarse, porque ya está determinada hace siglos. Tampoco se puede plantear la autodeterminación de ninguno de sus territorios, porque forman parte indisoluble de la nación misma, la cual viene constituida por un pueblo soberano, distribuido en territorios de iguales derechos políticos, con una misma ciudadanía, los mismos deberes y las mismas cargas.
En su día tuvo España la prudencia de reconocer la autodeterminación de los pueblos americanos, suscribiendo tratados de paz y amistad, pero dicho período de la historia concluyó hace más de un siglo. Esos reconocimientos fueron consecuencia de los sucesos denominados Guerra de la Independencia por los países ibéricos, y descolonización en España. Todavía hay resabios de dicho período, como puede verse en el preámbulo del vigente Tratado de Amistad entre España y México de 11-1-1990 (BOE 16-7-91), que afirma que España reconoce «…su apego estricto al principio de autodeterminación de los pueblos…», proclamación enmarcada en el referido contexto internacional, inaplicable a la definición del Reino de España como nación soberana.
Los partidos políticos concurren a la «…formación de la voluntad popular…» y ejercen su función «…dentro del respeto a la Constitución…», la cual surge de la voluntad de la Nación española. Por tanto, si un partido político actúa con el designio de suprimir la nación, deja de tener legitimidad para contribuir a la formación de la voluntad popular. Menos legitimidad tendría aún el Gobierno de la Nación, o los Consejos de Gobierno de las comunidades autónomas, para debatir o definir, directa o indirectamente, expresa o implícitamente, la existencia, realidad, extensión o caracteres de la Nación, de la que son meros mandatarios y servidores.
La actuación de un gobierno nacional o autonómico en este contexto pretendidamente creativo, asumiendo la inexistente misión de redefinir los elementos políticos básicos que constituyen los pilares de España, no sólo sería políticamente ilegítima, sino que sería directamente ilegal desde el punto de vista del Derecho positivo vigente. En efecto, todas las instituciones deben ejercer su función con arreglo a sus competencias, las cuales vienen predeterminadas y perfectamente definidas por la Constitución y las leyes. Desde el momento en que una institución asume una misión que no le corresponde, sus actuaciones son nulas por incompetencia funcional, y tal nulidad puede ser declarada incluso por los tribunales de justicia, los cuales han de supervisar la actuación de las instituciones (artículo 106.1 CE). Si un ciudadano resulta lesionado por la actuación de un órgano constitucional o administrativo, tiene toda la legitimación para reclamar ante los tribunales la reparación del daño (artículo 106.2 CE).
La Corona de España es la última garantía de la regularidad de la actuación de todas las instituciones nacionales (artículo 56 CE). Por ello, Su Majestad es informado de los asuntos de estado (artículo 62 CE), y consulta con los grupos parlamentarios para designar candidato a la presidencia del Gobierno (artículo 99 CE). Su función arbitral y sus mensajes no pueden ser dejados de tener en cuenta por todas las instituciones, asegurándose de este modo la unidad y permanencia de la Nación española, la cual adoptó la vigente Constitución para «…asegurar el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular…».
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