Opinión

El futuro de Sánchez

El momento más memorable del segundo debate de investidura llegó cuando la representante de los republicanos independentistas catalanes dejó claro lo que le importa la gobernabilidad de nuestro país, que sigue siendo el suyo, al menos de momento. El más significativo, en cambio, se produjo cuando la representante socialista se emocionó al recordar la ejecutoria democrática de su partido. La emoción pudo venir del momento que vivía la diputada, excepcional sin duda alguna. Pero también procede de una identificación sincera con la historia de su partido.

Historia –la que contó la diputada– tergiversada de arriba abajo: nada más alejado de la trayectoria socialista que el cuento de hadas que allí se evocó. Los socialistas de tiempos de Felipe González y de Alfonso Guerra también hablaban de los «Cien años de honradez». Ahora bien, conocían la historia de su partido y siempre trataron el pasado con precaución para no levantar respuestas contundentes. (La estrategia funcionó a la perfección hasta tiempos muy recientes, dicho sea de paso.) En cambio los nuevos socialistas, los de la generación de Sánchez, están convencidos que la propaganda es fiel a la realidad histórica. Creen sinceramente que en la historia de España no ha habido nada mejor que el PSOE.

No sabemos si Sánchez participa de esa confianza. Mucha gente parece pensar que el flamante presidente tiene pocas convicciones, por no decir ninguna, y que se mueve según criterios puramente prácticos. Es posible, pero también lo es –y su negativa a alcanzar un acuerdo con sus adversarios así lo sugiere– que a falta de convicciones, y tal vez de fe en la pureza de su partido, lo que sí le mueve es una aversión ciega, irreprimible, hacia lo que llama la derecha, ahora las derechas. También eso forma parte del credo socialista, o mejor dicho progresista. Esta última precisión no es del todo inocua, porque es esa comunidad de convicciones la que ha permitido la estrategia de Sánchez de «podemización» del PSOE. La misma que le ha permitido sortear la amenaza que durante algún tiempo significaron Iglesias y sus compañeros.

De hecho, y como han puesto en escena los dos debates de investidura, toda la coalición gira en torno a ese punto: impedir que la derecha vuelva al poder. A cualquier precio, incluido el pacto con los republicanos independentistas y con quienes hasta hace poco le quitaban el sueño a Sánchez. Vuelve la mayoría de la moción de censura, con el añadido de algún nuevo partido regionalista.

La emoción de la representante socialista también está relacionada con esta convicción. Es la negrura de la derecha la que blanquea al socialismo. Ahora bien, ¿será suficiente este objetivo común para mantener en el tiempo la unidad conseguida en estos días? Es posible, claro está, pero todos los antecedentes indican que el porvenir del nuevo gobierno no está ni mucho menos tan claro como le gustaría a su presidente. Y es que, como ocurrió con la República Federal y con la Segunda, Sánchez y sus coaligados aspiran a algo más que a una gestión progresista de una situación abierta y en crisis. Lo que quieren, como sus ilustres antecesores (desde Figueras, que se quitó de en medio cogiendo el tren a París sin avisar a nadie, hasta Azaña, el «amigo de Cataluña» que acabó asegurando que «lo mejor de los políticos catalanes era no tratarlos») es fundar una España nueva. Ahora una España (con)federal y postnacional. Ni más ni menos.

Tal vez Sánchez se conformaría con hacer compatibles los radicalismos de sus amigos podemitas con las exigencias de la Unión Europea y en devolver al consenso constitucional, más o menos puesto al día con algún retoque federalista, a los secesionistas republicanos. El problema en este punto está en que la Presidencia de Sánchez significa algo más que eso. Y en que sus aliados, por lo menos los secesionistas, no parecen dispuestos a retroceder. Es posible que a Sánchez, como les ocurrió a sus predecesores, en particular a Azaña, sus propios amigos se lo hayan tomado en serio. Y es posible incluso que se lo hayan tomado en serio en el Partido Socialista, tal y como sugiere la emoción de la representante del PSOE en el debate de investidura. En tal caso, el panorama para Sánchez no puede ser más tétrico.