Opinión

Juego de estrategias

A lo largo de mi carrera en activo he participado en varias crisis reales y también en numerosos ejercicios y operaciones de la OTAN como las que estamos presenciando entre EE UU e Irán. El más reciente hito en este enfrentamiento de medio nivel es el ataque con algo más de una docena de misiles balísticos iraníes contra las bases de al Asad e Irbil en Irak, donde se encuentran destacados efectivos norteamericanos y de la coalición anti Daesh.

Desde que la Administración Trump denunció el acuerdo nuclear con Irán, surgió entre ambas naciones una crisis cuya gestión incluye respuestas especialmente diseñadas por parte del régimen de los ayatolás para evitar una escalada incontrolada. Tratan de presionar para que se levante el embargo económico, pero sin llegar a un enfrentamiento directo con los norteamericanos. Los ataques a petroleros e instalaciones saudíes en tierra se llevaron a cabo negando siempre la autoría directa. Sí se atribuyeron en cambio el derribo de un dron de EE UU el pasado junio, pero alegando –en cierto modo excusándose por ello– que había entrado en su espacio aéreo.

La verdadera escalada de la crisis surge a finales de diciembre pasado, cuando ante un ataque de una milicia chií iraquí contra una instalación norteamericana y la posterior agresión contra su embajada en Bagdad, Trump autoriza la eliminación del general Suleimani en el aeropuerto de la capital.

En la gestión de esta crisis norteamericana-iraní se percibe un deseo de escalada controlada por ambos bandos, pero sin querer llegar a un enfrentamiento bélico convencional sin restricciones. Esto se deduce también de las declaraciones que acompañan a las correspondientes acciones cinéticas. También por los intentos iraníes de ocultación de autoría con la notable excepción del ataque con misiles de esta semana.

Existe la sospecha de que Trump, obsesionado con su posible reelección en noviembre, intenta evitar otro enfrentamiento directo en Oriente Medio como los que tanto ha criticado él a sus predecesores. Pero diseñar las respuestas sin llegar a las hostilidades abiertas no implica que pueda conseguirse, es contradictoria la urgencia con el control de una crisis. Siempre algo puede salir mal.

En la gestión de crisis entre dos bandos, además, siempre hay que estar atento a los efectos sobre terceras partes. En este caso, muy especialmente a la reacción del Gobierno y la opinión pública iraquíes. A nadie le gusta que una fuerza militar extranjera –invitada formalmente para derrotar al Daesh– actúe con otra finalidad como puede ser atacar intereses iraníes.

El eliminar al general Suleimani –dada su alta visibilidad y sus responsabilidades como jefe de los Quds– y sobre todo las circunstancias que rodearon el ataque, era evidente que iba a ser considerado como una grave afrenta por los iraquíes. Estimo que la petición de retirada de los efectivos norteamericanos de Irak –y de paso los de la coalición en que participa España– no desaparecerá y deberá ser atendida tarde o temprano, y eso sí, ejecutada de una manera progresiva y controlada.

Resumiendo, la crisis entre Irán y EE UU se agrava y se eleva el grado de incertidumbre sobre cuál puede ser el resultado final dada la contradicción intrínseca entre querer responder siempre al adversario –tener la última palabra– y tratar de mantener la crisis por debajo del umbral de hostilidades abiertas.

Lo que sí parece evidente es que se ha perdido Irak a medio plazo como teatro de enfrentamiento directo entre norteamericanos e iraníes. La ideología chií exalta la figura del mártir; en este sentido la muerte de Suleimani está a punto de conseguir una victoria póstuma: la retirada norteamericana de Irak. Qué pena, después de tanto esfuerzo en tesoro y vidas, entre ellas, las de algunos españoles.