Opinión
Falsos tópicos
Vivimos rodeados no sólo de evidentes y frecuentes mentiras o medias verdades disfrazadas, sino también de tópicos que se nos venden como ciertos desde generaciones. No pretendo referirme a las de los medios –que siempre las hubo, aunque ahora proliferen gracias a los avances tecnológicos– sino a cuestiones que atienden a determinadas etapas de la vida y de la sociedad que se entienden como obvias. Una de ellas, por ejemplo, se refiere a la serenidad que alcanzamos con la vejez. Posiblemente unos pocos afortunados ancianos (¿y cuándo se alcanza la ancianidad, tras la jubilación, diez, veinte años más tarde?) disfruten plácidamente de sus últimos años. Pero no deja de resultar otro tópico alejado de la realidad. Alrededor de dos millones de ancianos viven solos y escasos de recursos en nuestro país. La soledad puede agradecerse cuando se busca, porque sigue siendo válido aquello de «mejor sólo que mal acompañado». Pero parece que la no deseada resulta poco satisfactoria, si añadimos achaques, incómodas dependencias económicas y otros etcéteras. Cabrá deducir la escasa serenidad angélica de nuestros mayores. Ya no existen consejos de ancianos, aquella voz colectiva admitida como la más razonable en las etapas primitivas de las sociedades o en otras civilizaciones. Poco a poco, en el ámbito de las familias nucleares el papel del anciano se ha ido reduciendo hasta transformarse en una incomodidad que pretendemos resolver con escasas residencias, no siempre felices. Pude oír comentarios públicos a raíz del acceso del sociólogo Manuel Castells al Ministerio de Universidades, el único discrepante público de la separación de Universidades y Ciencia. El mayor de los reproches fue el de la edad. Nació en Hellín en 1942. No creo que pueda entenderse hoy como la de un anciano y aún menos observando su currículo. Propuesto por En Comú Podem, fue discípulo de Alain Touraine, también del líder de mayo del 68, hoy en Los Verdes, Daniel Cohn-Bendit. Pero la carrera docente de Castells se desarrolló en la Universidad de Berkeley, en el MIT –también californiana–, en París u Oxford. En la actualidad desarrollaba tareas docentes e investigadoras en la UOC (Universitat Oberta de Catalunya). ¿Deberíamos perder semejante currículo y experiencia porque nació en 1942 y no en 1972?
Por otra parte, aquel «divino tesoro», al que cantaba Rubén Darío en su tiempo, se ha transformado hoy, dicen, en las generaciones más preparadas de la historia. Otro tópico no menos falso. Porque, al margen de la obligada emigración de los mejor preparados, nuestra juventud constituye el mayor contingente de parados, mal empleados y pagados por ocupaciones en tiempos parciales de la Unión Europea, un 30%. No es que nuestras esperanzas en una sociedad más justa se desvanezcan, es que algo falla en los mecanismos de una inadecuada concepción del trabajo. Estamos batiendo récords en este ámbito, al tiempo que abandonamos la clase media, que caracterizó a los países avanzados, hoy todos con desigualdades a la espalda. Crece la España vacía, nuestro mayor problema territorial ante la amenaza de la desertificación, al margen de otras situaciones territoriales históricas, como Cataluña y el País Vasco que, por muy buena voluntad que le eche el nuevo gobierno, resultan incógnitas que habría que resolver nadie sabe cómo, ni siquiera los independentistas. En un país ideológicamente dividido en dos mitades casi simétricas, la integración generacional debería considerarse como primer problema. Sabemos ya desde hace muchos años que el factor desencadenante deriva de un bache educacional que viene de lejos. Pero cualquier intento de superación debería inspirarse en difíciles modificaciones a medio o largo plazo para lograr consensos políticos esenciales. De nada servirá que Iván Redondo cree una oficina de prospectiva a treinta años y diseñe el futuro de nuestros biznietos. Quienes confían en incrementar las banderas bicolores se colocan en las antípodas de los que optan por políticas sociales, fruto de un más adecuado reparto de la riqueza que traspasa fronteras y constituye una ideología única.
Las mentiras desmantelan nuestro horizonte y los medios no se atreven a enfrentarlas. Son múltiples los tópicos que nos conducen a un conservadurismo estéril, que no consigue disminuir el raquitismo ideológico de nuestro tiempo. Desechamos a algunos por la edad y nos alejamos de su experiencia. Pero, a la vez, tampoco somos capaces de dar suficientes opciones a una juventud que desea lo que se le promete. No sé si resulta la mejor preparada, aunque, sin duda, es la que brotó de los recursos que conseguimos, sin duda inferiores a los convenientes. Pasó mayo del 68 y hasta quienes gritaban en las plazas «sí se puede» o «no nos representan» y han logrado atisbos de poder. En los 1.397 días que restan pretenderán superar el régimen del 78. Pero se requieren cambios sustanciales y la sociedad que observamos parece sometida a un marasmo que se autocalifica como progresista. Nos adentramos, pese a incógnitas y dificultades, en un proceso que abrió el presidente del Gobierno contra vientos y tempestades. No hay buena acústica para las señales. El promedio de edad del nuevo Gobierno debería implicar, según los tópicos, alguna esperanza. Démosle, al menos unas horas de vida.
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